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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El sastre de Sánchez

Nada más incómodo que un traje mal hecho, aunque lo paguemos los contribuyentes. Ya de pagar, al menos que merezca la pena

Se ubicaban en el Congreso uno al lado del otro dos ministros de la UCD. Joaquín Garrigues Walker, liberal, fallecido como consecuencia de una leucemia sin cumplir los 50 años, y Francisco Fernández Ordóñez, del partido FFO –Francisco Fernández Ordóñez– que, con independencia de sus bailes de yenka, tenía un gran sentido del humor. En la misma bancada azul y ministerial, se sentaba Agustín Rodríguez-Sahagún, alcalde de Madrid y posteriormente, ministro de Defensa cuando el golpe de Estado –una nadería comparado con el que ahora padecemos– del 23 de febrero de 1981. Don Agustín llevaba el pelo de la cabeza como en él era habitual. Como un recluta arrestado. Y don Joaquín le preguntó a don Francisco – aquellos ministros tenían tratamiento porque no eran mamarrachos iletrados– susurrándole en la inmediatez de la oreja izquierda: «Paco, ¿cómo se llama el peluquero de Rodríguez-Sahagún?». Y les dio la risa.

Hoy le preguntaría: «Paco, ¿cómo se llama el sastre de Pedro Sánchez?» Y las risas se oirían más fuertes y contagiosas.

Para mí, que el sastre de Sánchez combina su profesión con el diseño de espantapájaros, y en ocasiones confunde las entregas. Al agricultor le envía el traje de respeto que Sánchez le ha encargado a la medida, y a Sánchez le manda a la Moncloa el espantapájaros que el agricultor le ha solicitado para no ver mermada su cosecha.

Llevar un traje gris marengo, con camisa y corbata, y parecer un espantapájaros después de sufrir el ataque de una bandada de mirlos, sólo está al alcance de Sánchez y de su sastre. Un traje arrugado –de esto no tiene la culpa el sastre–, con una manga más larga que la otra, el botón central abrochado permitiendo la visión del corcuso ombliguero de la camisa presidencial, solapitas, y unos pantalones tan largos como mal confeccionados, no lo puede lucir un presidente del Gobierno el día que toma posesión de su presidencia en un acto presidido por los Reyes y la Princesa de Asturias. Porque el traje no estaba mal hecho. Estaba confeccionado con desmedidas rayanas en la delincuencia. Si además, el portador de la gamberrada textil, que hizo la Mili, no sabe cómo hay que plantarse cuando suena el Himno Nacional, y abre las piernas y deja caer sus brazos a su manera, abandonándolos con una flojera y laxitud de niño tonto obligado a posar, el resultado resulta estremecedor.

Nada más incómodo que un traje mal hecho, aunque lo paguemos los contribuyentes. Ya de pagar, al menos que merezca la pena.

En Madrid hay centenares de sastres que toman bien las medidas. Por lógica, un traje perversamente confeccionado, obliga a ajustarlo de cuando en cuando. No ante el Rey. Ignoro de qué lado carga el fuchingamen de Sánchez, pero para mí, que se lo colocó en su sitio. Por respeto ideológico, Sánchez tiene que cargar a la izquierda, pero sospecho que su sastre calculó mal la orientación de su cosilla y le obligó a cargar a la derecha, causándole extrema incomodidad. No es baladí lo que expongo. Los árabes no tienen ese problema. Con sus chilabas, la cosa va de un lado al otro en libre «tolón tolón» como badajo de campana. Pero los occidentales –pegunten a Carla Antonelli–, llevamos las industrias muy ceñidas hacia un lado concreto, y el cambio de este a oeste, y viceversa, entre costuras, es muy desagradable de sobrellevar. Pero colocársela delante del Rey, se me antoja de muy baja estofa y ninguna educación. El Duque de Edimburgo cambió de sastre precisamente por errar en unos pantalones la caída de su glorioso trabuco. Y aguantó el desasosiego, y no se lo acomodó ante la Reina Isabel II, que además de Reina era su mujer.

¿Entrará el sastre de Sánchez en el cupo de la Amnistía?

Mucho me temo que no.