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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Mentiras piadosas

Visto lo que vino luego, se convino en proclamar a los del 78 grandes hombres. Error. Eran pícaros. No tenían escrúpulos

No, en 1978 no habíamos perdido la esperanza. Todavía. Es una de esas cosas tontas que, a veces, nos suceden: te empeñas en creer que el mundo cambia, que está cambiando. O bien que va a cambiar un día. Y el chasco es mayestático. Mas aprendes también a arrancarte eso. A no ser que prefieras abrazar la vida fósil de los mundos felices huxleyanos. Obediencia más «soma», aquel fármaco milagrosamente ansiolítico: «medio gramo para una jornada de asueto, un gramo para un buen fin de semana, dos gramos para viajar al maravilloso Oriente, tres para la eternidad nocturnal de la Luna…». No tenemos, por desgracia, la consoladora droga de Aldous Huxley. Pero tenemos los televisores.

¿Éramos ingenuos en aquel constituyente año 1978? No tanto como para llegar a creernos una sola silaba que saliera de los labios de quienes, a los mandos del prolijo birlibirloque llamado Estado, impusieron sus privados intereses como expresión purísima del común deseo. Nadie iba a decir nada entonces, desde luego: no es que anduvieran los tiempos como para ponerse a hablar más de la cuenta. Pero, incluso los que callábamos –porque sabíamos que hay cosas bastante peores–, comprendimos, antes incluso de que su alharaca opacara la escena pública, que en el buque fantasma de las instituciones había abordado lo peor de cada casa: se atisbaba amplio terreno virgen para la piratería, soberbios sueldos y mucho más soberbios beneficios inconfesables. También, honores a la altura de un faraón de la milmillonésima dinastía supraceleste. Todo, con esfuerzo cero. Sus bagajes académicos o laborales eran más que dudosos. Cerraban un negocio redondo. ¿Quién iba a renunciar a una bendición semejante?

Visto lo que vino luego, se convino en proclamar a los del 78 grandes hombres. Error. Eran pícaros. No tenían escrúpulos. La consunción interna de la dictadura les había regalado un poder, del cual se sabían no merecedores. Pura diagnosis aristotélica: la podredumbre es laboratorio de la vida. La natural podredumbre que sigue al óbito de quien fue dueño de un poder absoluto les acababa de hacer un regalo fastuoso. ¿Inmerecido? ¿Y qué demonios significa, en este árido, mundo «merecer» algo? La historia no los recordará como los grises sujetos que eran antes de que una misteriosa providencia –hoy no tan misteriosa– pusiera en sus manos todas las palancas del poder. Borraron de los archivos –quemaron de los archivos, cuando fue preciso– su pasado de almas viejas. Y nadie sabrá nunca ya de dónde salieron: mejor no escarbar mucho en sus historias, que puede ser que vengan de algunas de las zahurdas más sombrías de aquel sombrío siglo que fue el nuestro. Todo tiniebla.

Se proclamaron Padres de la Patria. A quienes habíamos tenido el dudoso privilegio de cruzárnoslos antes de su súbita fortuna, aquello nos imponía una carcajada macabra. ¿«Padre de la patria» Santiago Carrillo, por ejemplo? Carrillo es, claro está, hipérbole –¿o habría que decir epítome?– de sus colegas de esos años en los más distantes credos políticos. Si es que de aquellas gentes puede predicarse que creyeran en algo. Yo, desde luego, lo dudo. Pero, ¿a quién le importa eso? El hecho es que les salió bien. Y ¿qué se le da a nadie, a estas alturas, el coste al que se hicieron pagar su gloria? Porque ellos no la pagaron, desde luego. La pagamos nosotros, que hemos de cargar ahora con la factura de sus vidrios rotos. Y con la aún más onerosa herencia de evocarlos con un fingido respeto: su ridículo antifaz. «Cosas veredes, Sancho…» (que, como todo lector del Quijote sabe, es, por cierto, una cita apócrifa; igual que casi todo; igual que esta historia nuestra; mentira todo).

La maravilla de esos años es, vistos desde la lejanía del presente, que las cosas no acabaran bastante peor de lo que acabaron. Hubo una Constitución, al menos. Defectuosa, vale. Pero, mejor una defectuosa que ninguna. Y hoy, desde la patria náufraga que escora, aquel vulgar pasado de gentes no tan escrupulosas comparece bajo máscara de edad dorada. Es una gran mentira, desde luego: una inmensa mentira piadosa. Pero, ¿es que alguien podría soportar la atonía del presente sin mentirse un poco? ¿O un demasiado? «Dime una mentira, Vienna…», susurraba en la pantalla el Johnny Logan de nuestra infancia.