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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El nacimiento de Semiónov

Se reía mucho, y esa facilidad para las carcajadas molestaban sobremanera al primer embajador de la URSS en España, Sergio Bogomolov, un personaje triste, frío e inteligente que sufría de agujetas en la mandíbula cada vez que sonreía

A mediados de los años setenta, visitó Madrid el escritor soviético Yulian Semiónov. Ruso y soviético. Simpatiquísimo y vividor. Fue acogido por Juan Garrigues Walker, con el que yo trabajaba en aquellos años, principalmente en su proyecto, realizado y vivo, del Club Financiero Génova de Madrid. Juan era un hombre de una bondad y generosidad desmedida, que vivió en una época que no le correspondía. En el siglo XVII habría sido un mecenas de artistas y poetas. Juan era presidente de una modesta empresa de exportación de productos españoles a la URSS, y competía, casi en soledad, con Ramón Mendoza y la familia March. Los últimos se llevaban los buenos contratos y a Juan le caían los gorrones soviéticos, insuperables en sus desahogos. Uno de ellos, Yulian Semiónov, escritor del sistema, dueño de una preciosa «dacha» en los alrededores de Moscú, y enamorado de España. Se reía mucho, y esa facilidad para las carcajadas molestaban sobremanera al primer embajador de la URSS en España, Sergio Bogomolov, un personaje triste, frío e inteligente que sufría de agujetas en la mandíbula cada vez que sonreía. Tenía una mujer guapísima, liberal y de gustos occidentales, y de ahí su compenetración con la seriedad. Y en invierno, con sol radiante en el abierto cielo de Madrid, usaba de una gabardina de espía, a la que sólo le faltaba llevar pegada una pegatina de la KGB. Semiónov era un escritor del régimen soviético, pero fuera de la URSS se convertía en un occidental. Me llamó Juan. –Alfonso, ¿podrías acompañar a Yulian Semiónov a la Plaza Mayor? Le interesa conocer el mercado navideño de Nacimientos. Y claro está, le acompañé.

Le fascinó. Recorrimos todos los puestos. Finalizado el recorrido, me indicó que quería volver a uno concreto. Y fuimos. Compró

–Me figuro que con dinero que le había «prestado» Juan, un portal, el Misterio y una veintena de figuritas. Pastores, leñadores junto a una hoguera, una lavandera, dos niños conversando y los tres Reyes Magos sobre sus camellos y los pajes a caballo. Acarició con mucho cuidado mientras le sonreía al Niño Jesús. Le recomendé que se llevara también la Estrella de Oriente, la que había guiado a Melchor, Gaspar y Baltasar hasta el Portal de Belén. Y la compró. También alguna chabola. No se llevó todo lo que se ofrecía en el puesto porque no llevaba el dinero suficiente. Me pidió, de vuelta al Centro Colón, donde se hospedaba, discreción y silencio. –¿ A Juan se lo puedo contar? –A Juan, sí.

Me garantizó que en el aeropuerto de Sheremetievo de Moscú no revisarían su equipaje. –Soy de los suyos. Se sienten orgullosos de mí. El Estado me publica mis libros. Pero mi madre era cristiana. Y en memoria de ella, en esta Navidad voy a poner el Nacimiento en mi casa. No me preguntes si soy creyente o agnóstico. Sea lo que sea, este homenaje a un Niño no le hace daño a nadie, aunque en la URSS esté prohibido. Pero que no se enteren ni Bogomolov, ni Afanasiev, ni Nadolnik, ni Antonio González ni el chófer del embajador, que es de la KGB y manda mucho más de lo que su cargo sugiere.

Depositó su tesoro en su apartamento, llamamos a Juan y lo celebramos en el Club Financiero con una copa. La libertad plena ya se vivía en España, y Semiónov nos comunicó que aquella noche se iba a dar una vuelta por «Alazán. Encanto y Belleza», donde se reunían las más sofisticadas mujeres de su profesión de Madrid. Y soltó una carcajada. Pero aquel año, en Moscú, nació el Salvador. El Niño Jesús que le sonrió en la Plaza Mayor.