Mujeres de Irán y Gaza
La prisionera acaba por mantener largas conversaciones con una hormiga que ha logrado llegar allí desde el mundo del otro lado del cemento
«Las cicatrices de mis llagas en la celda de aislamiento siguen abiertas. Se infectan a veces, provocando una sensación de quemadura, pero hacen, sobre todo, correr el terror en mis venas. Esas llagas abiertas son, no obstante, invisibles».
Son viejas, sin embargo, esas llagas, de las que Narges Mohammadi se duele sobriamente: las primeras se remontan a un 28 de octubre de 2001. Su esposo acaba de ser arrestado por los Guardianes de la Revolución en Teherán, acusado del crimen contra Alá que supone la creación de un «Movimiento para la libertad», opuesto a la teocracia que es condición de existencia en la república de los ayatolás. Tras protestar por ese encarcelamiento, Narges Mohammadi será, a su vez, arrestada. Conocerá entonces la eficacia de lo que habrá de narrar más tarde en su libro «La tortura blanca»: o de cómo atormentar indefinidamente a una mujer sin verter una sola gota de su sangre, porque hacer correr la sangre de una musulmana (Mohammadi lo es) podría ser considerado violación del libro que aconseja apalear a las esposas sin dejar marcas.
No es complicado. Basta una pestilente celda de tres por tres con wáter incluido, sin ninguna entrada de luz ni aireación y perfectamente insonorizada. La bombilla de la luz está siempre encendida. La prisionera ignora el día y la noche, las regularidades del tiempo. Los alimentos llegan cuando llegan: tal vez con regularidad, tal vez no, no existe criterio para saberlo. Los carceleros que introducen eses víveres tienen estrictamente prohibido dirigirle la palabra. Al final, la prisionera acaba por mantener largas conversaciones con una hormiga que ha logrado llegar allí desde el mundo del otro lado del cemento: ese mundo, ahora inimaginable. «Los días no pasaban. El tiempo estaba inmóvil. La longitud del calabozo era de tres pasos. Ir y venir en un espacio tan exiguo me producía mareos. Pero, ¿qué otra cosa hacer? Cuando me quedaba sentada durante una larga jornada, tenía la impresión de que los muros se estrechaban».
Fue la primera vez. Vinieron otras. Desde aquel año 2001, Narges Mohammadi ha pasado más tiempo en el calabozo que en la calle. Y en el calabozo sigue. Allí le dieron la noticia de su Premio Nobel de la Paz, en el pasado octubre. Allí seguía recluida cuando, ayer, hubo de ser su exiliado esposo quien, en nombre de ella, recibiera en Oslo un galardón que reconoce su «combate contra la opresión de las mujeres en Irán y su lucha para promover los derechos humanos y la libertad para todos». Al menos, le queda el consuelo de saber que sus hijos tendrán, en el París donde habitan con su padre, la educación libre, cuya defensa la ha condenado a ella a esa «tortura blanca» que se promete eterna.
Mahsa Amini no tendrá ni siquiera ese privilegio. No recogerá en Francia su Premio Sajarov. Sencillamente, porque Mahsa Amini fue asesinada por la policía moral iraní en plena calle: no llevaba el preceptivo velo, eso la convertía en abominable. Y hacía por completo irrelevante su muerte. Además, era kurda: para los ayatolás, menos que nada. Y a una familia kurda ni siquiera se le concede permiso para recoger el galardón de la asesinada: la familia de Amini fue detenida en el aeropuerto cuando intentaba volar a la ceremonia de París: sus pasaportes fueron requisados. Nadie maldito por Alá puede gloriarse de haber desafiado las normas santas del libro que prohibe a las mujeres comparecer en público con la cabeza descubierta. Bien muerta está. Y ninguna familia que haya sobrevivido a su blasfemia merece piedad o consideración algunas: la ofensa a Alá no conoce perdón, es irredimible.
Coinciden en el tiempo ambos horrores. Y en el privilegiado espacio de una Europa (Oslo y París) que ni siquiera se para a constatar el privilegio en el cual vive. En una Europa que se niega a entender que la condición que Hamás exige hoy en Gaza para sus mujeres es la misma, exactamente la misma, que la que Irán ha puesto en práctica en su República Islámica. Verdaderamente, ¿nos hemos vuelto locos? ¿O es que somos así de mala gente?