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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Misterio de Morales

A ese sosiego de la belleza ida y a la cual, sin embargo, sobrevivimos, nos avenimos a llamar melancolía

Nunca el placer acudirá a la cita, «pleasure never is at home», profetizaba John Keats en verso sobrio de un aún más sobrio himno a la fantasía. Sabiamente, el alma humana excluye la felicidad de su presente. No podría soportar su luz de cerca, su contacto cara a cara. «Todo ángel es terrible», dejará caer Rilke: mejor rememorarlo que ser por él rozado, «pues lo bello no es nada / más que el comienzo de lo terrible, que todavía apenas soportamos, / y si lo admiramos tanto, es porque, sereno, desdeña / destrozarnos».

No renunciamos a atisbarlo, sin embargo. En la distancia de un espejo desazogado; allá donde el destello hiere menos; en ese desvaído claroscuro del cual habla el recuerdo. Allí el ángel, que un día hirió, puede ser evocado sin hacernos ceniza. A ese sosiego de la belleza ida y a la cual, sin embargo, sobrevivimos, nos avenimos a llamar melancolía. Y al artesano dominio de las sombras que la luz ausente perfila, damos por nombre arte: lo que a un hombre le es dado percibir de lo angélico sin ser por su relámpago aniquilado.

Madrugada. Declina diciembre. Cristóbal de Morales suena en la biblioteca. El mismo gris platino de todos los años ha impuesto, sin pedir mi permiso, la austera poesía de su Magnum Mysterium: ocho versos que habita el infinito, el que no está en las palabras ni tiene significado, el que parece haber asediado, entre los siglos XVI y XVII, a tantos compositores que empeñaron su maestría en ponerle sonido a lo sagrado, materia al puro espíritu, eso que en cualquier otro arte sería monstruoso. Medio milenio ha pasado. Y no hallo presente más absoluto que ese que nos imponen Tomás Luis de Victoria, Palestrina, Gabrieli, William Byrd… Tan escribiendo lo mismo con técnica y artesanía tan distintas, con tan distintas voces y sintaxis. Tan atrapados, no en su tiempo; en un tiempo sin tiempo: «O, Magnum Mysterium…»

No recuerdo cuándo escuché por primera vez esos tres minutos y catorce segundos de Morales. Ni dónde. Pero una primera vez no cuenta: es sólo ocasión que desencadena el autómata acerado de la memoria, ese solo territorio primordial para un hombre, su patria anímica. Oídos ahora por primera vez, habrían sido un enigma matemático: el de la combinatoria bien medida de ruido y de silencio, en donde aflora lo más recóndito de la mente. Antes de las palabras. Ese secreto último que nadie confiesa a nadie. Menos que a nadie, a sí mismo. Lo que, por no poder ser dicho, dice lo que somos.

¿Por qué Morales? En otro tiempo me lo preguntaba. Sé ahora que eso no tiene respuesta. Antes, lo que ahora llamo «yo» no estaba. Había una tela de araña confusa, un enigma aritmético aún por descifrar. Y uno aprende con los años que la cifra del enigma, su legado de saber –o, si se quiere, de melancolía– se encierra en ese tenue motete que clausura la belleza de haber vivido en tres minutos y catorce segundos de cristal geométrico.

Y claro está que sigo sin saber –perdóname, Jorge Guillén– si el mundo está bien hecho. Aunque sigo inclinándome a sospechar lo contrario. ¿No estará jamás el placer, como sentencia Keats, presente? ¿Qué más da? La memoria dice que estuvo. Escucho, en el madrileño amanecer del año que declina, las notas que en mi recuerdo anudó, un día que he olvidado, Cristóbal de Morales. Y el presente no me importa.