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Desde la almenaAna Samboal

El precio del poder

El mismo día en que el presidente de España se ha retratado al lado de Puigdemont, en el Parlamento europeo, su partido ha entregado Pamplona a Bildu

Todos los presidentes tienen una vis asesina. Que nadie me malinterprete, no creo que hayan matado físicamente a nadie. Pero ascender en la jerarquía de un partido, mantenerse en la cúspide, llegar al Gobierno, implica saltar, honestamente o sin miramientos, con fines nobles o espúreos, sobre los anhelos y ambiciones de muchos otros. Dicen los que conocen ese entorno que, en la política, no se hacen amigos, sólo hay compañeros de partido. Y los más veteranos, esos que tienen ya el colmillo retorcido, recuerdan que el adversario está enfrente y es el enemigo el que habita en el sillón de al lado. Sobrevivir en ese entorno debe endurecer la piel y el alma. Hasta que llega el día en que te vas o te echan. Y ese día los vivos y los muertos se cobran la factura: la soledad es probablemente el precio más duro que debe pagar un mandatario público. El teléfono deja de sonar.

Todos los presidentes han dejado caer a hombres brillantes a lo largo de su trayectoria pública. José María Aznar prescindió de Rodrigo Rato. Se sintió traicionado. Felipe González perdió a Alfonso Guerra, el que había sido su más fiel escudero. A Suárez, que no ganaba para trampas, acabó echándole el Rey. Y Mariano Rajoy ni siquiera se atrevió a ocupar su escaño, cedido al bolso Soraya Sáenz de Santamaría, durante el debate de moción de censura. Zapatero se fue después de traicionarse a sí mismo, haciendo una enmienda de totalidad a su discurso buenista bajando salarios públicos y congelando las pensiones. Llegará también el día de Pedro Sánchez. Como sus predecesores, sentirá que los ciudadanos, los compañeros y los caídos le echan en cara todo lo que ha hecho, lo que ha dejado de hacer y lo que él creía que le habían perdonado o incluso agradecido.

Pedro Sánchez mató lo que quedaba de democracia interna y socialdemocracia en el Partido Socialista tras el paso de Zapatero al echarse en brazos de Pablo Iglesias. Ha acabado con cualquier aspiración de al menos la mitad de la sociedad catalana y gran parte de los españoles de sentirse amparados por la ley y protegidos por la Constitución al pactar una amnistía con Puigdemont y Junqueras. Y está a punto de ahogar la lucha de generaciones enteras por la dignidad y la Justicia cediendo ante el proyecto de ETA. Ya lo ha advertido Arnaldo Otegi. Hace unos días, en Pamplona, anunciaba, en estos términos, lo que se nos viene encima: «Si se quiere hacer camino para Euskal Herría, si se quiere desarrollar el proceso soberanista, el camino pasa irremediablemente por Navarra. Aquí estamos nosotros, en Iruñea, la capital histórica, representando un proyecto que abarca a toda Euskal Herría. Se abrirá el debate de los estatus políticos, se abrirá el debate de la plurinacionalidad. Las cosas cambiarán mucho en los tiempos que vienen». Han comenzado a cambiar.

El mismo día en que el presidente de España se ha retratado al lado de Puigdemont, en el Parlamento europeo, su partido ha entregado Pamplona a Bildu. Y después –ya nos lo ha dicho Rufián– vendrán los referendum y los juicios políticos de las sentencias judiciales. La Constitución en almoneda a cambio de una legislatura más en la Moncloa. Pedro Sánchez ha superado con creces a sus predecesores. A su lado, fueron aprendices. No sólo ha prescindido de colaboradores, no sólo ha aparcado a los que pudieron considerarse amigos, ha vendido un proyecto nacional, el que ha permitido a millones de personas vivir en paz durante más de cuatro décadas. El día que llegue su hora, se lo recordarán. Y ni Otegi, ni Puigdemont, ni Junqueras vendrán a recoger sus restos.