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El observadorFlorentino Portero

Gaza: Y después ¿qué?

Hay una alternativa, perfectamente diseñada por los estrategas de Teherán, la aceptación de la exigencia de Hamás, alentada por parte de los estados europeos, de un alto el fuego definitivo

La reciente visita de Jacob Sullivan, consejero de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos, a Jerusalén nos ha permitido repasar en su complejidad la evolución de la crisis de Gaza, tanto en el corto como en el largo plazo. A mi modo de ver, y esto es muy discutible, tres temas han destacado en sus varias e intensas entrevistas.

El primero hace referencia a la política nacional norteamericana. Históricamente, el partido demócrata era el repositorio de las minorías, mientras que los republicanos representaban el club WASP (white, anglosaxon and protestant). La mayor parte de los judíos norteamericanos llegaron a Estados Unidos tras los pogromos europeos de fines del siglo XIX, incrementándose su número a partir de la política antisemita del III Reich y sus compañeros de viaje. Los huidos de España, los sefarditas, suponían el grupo mayoritario entre los que se habían asentado con anterioridad en aquel país. Los judíos pasaron a ser un componente clásico del cóctel demócrata, junto con los católicos y otras minorías. Sin embargo, el desplazamiento hacia la izquierda de los demócratas, al tiempo que las familias judías se incorporaban a las elites norteamericanas, ha llevado a las bases de esa formación a ser más sensibles a otras causas. En esta época caracterizada por la revolución Woke, con los campus universitarios levantados en favor del grupo islamista y terrorista Hamás, la defensa de Israel supone un problema para el Gobierno de Biden.

El segundo se centra en el creciente problema con el que se encuentra la diplomacia norteamericana al defender a Israel ante el resto del mundo. Estados Unidos está preocupado por la posibilidad de una «derrota estratégica» de Israel. En otras palabras, que, tras destrozar a Hamás, finalmente quedara aislado de sus socios árabes y occidentales por presión de la opinión pública y de formaciones políticas afines al grupo agresor. Esta «derrota» debilitaría la influencia de Estados Unidos al tiempo que cuestionaría la estabilidad de sus socios árabes.

El tercero está íntimamente ligado con los dos anteriores. En la medida en que la guerra se alarga y el sufrimiento de la población civil se incrementa, la tensión en el seno del partido demócrata crece, así como las críticas desde distintas partes del mundo. Pero la situación podría complicarse aún más tras el fin formal de la campaña militar. ¿Quién se hará cargo del Gobierno en Gaza? ¿La Autoridad Palestina? Esa opción ya se ensayó en el año 2005 y en el 2006 Hamás ya se había hecho con el pleno control del enclave. Hoy la Autoridad Palestina es aún más débil, mientras que Hamás está ganando crédito entre la población palestina. ¿La Liga Árabe? Las potencias árabes no quieres enfrentarse a Hamás, porque no sería entendido por sus poblaciones y acabaría cuestionando la legitimidad de sus propios gobiernos. ¿La ONU? Si hay una organización en la que nadie confía para erradicar a los radicales islamistas es ella, responsable a fin de cuentas del fortalecimiento de Hamás en Gaza y de Hizboláh en el sur del Líbano.

La derecha israelí se fracturó como consecuencia de la retirada de Gaza. Sharon, líder del Likud y primer ministro, dirigió la operación. Tras el fracaso de las negociaciones de Camp David en el año 2000, por el rechazo de la OLP a la división en dos estados que se les proponía, y tras la segunda Intifada, el viejo general asumió la conveniencia de una división unilateral. Israel ni quería controlar todo el territorio entre el Jordán y el Mediterráneo ni integrar al conjunto de la población árabe. Su ministro de Hacienda, Benjamín Netanyahu, se levantó en su contra, argumentando que esa retirada llevaría a que los radicales se hicieran con el control de la franja poniendo en cuestión la seguridad de Israel. Sharon hizo lo que el buen criterio aconsejaba, pero Netanyahu tenía razón. Israel no volverá a cometer ese error, pero el precio puede resultar elevadísimo.

No sólo los norteamericanos ven que la posición de Israel es tan sólida y bien fundamentada como de muy alto riesgo. Lo realmente alarmante es que su solidez descansa en que están siguiendo el guion establecido por Irán, su mejor enemigo. Irán quería que la agresión de Hamás obligara a una intervención militar, que ésta tuviera que ser contundente y de larga duración, que supusiera un alto coste para la población civil, que alimentara odio suficiente para cerrar toda opción a un acuerdo final sobre la constitución de un estado palestino junto a Israel, que aislara a las monarquías árabes de su vecino judío, debilitándolas, y por último que implicara una «derrota estratégica» para Israel y Estados Unidos.

Hay una alternativa, perfectamente diseñada por los estrategas de Teherán, la aceptación de la exigencia de Hamás, alentada por parte de los estados europeos, de un alto el fuego definitivo, que daría paso al intercambio de los rehenes israelíes por los aproximadamente seis mil prisioneros palestinos. Una opción por la que batallan Rodríguez Zapatero y Sánchez desde posiciones supuestamente humanitarias y que supondría, sencillamente, la rendición de Israel, la sumisión de una democracia al dictado de una formación islamista y terrorista.

A fecha de hoy lo único seguro es que el general Soleimani, cabeza rectora de la acción internacional de la Guardia Revolucionaria iraní, hizo un gran trabajo. Veremos si nosotros, Israel más el bloque occidental, está a la altura de las circunstancias.