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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Erice y la Navarra perdida

Esta semana mi amigo Manuel Erice hubiera cumplido 58 años. Se fue hace ya un lustro largo una mañana de verano. Era el mejor ejemplo de eso que se ha dado en llamar nobleza navarra: era, en el buen sentido de la palabra de Machado, bueno; era leal, educado, de profundos principios, humanista y con una firmeza interior indesmayable. Como periodista defendió los valores del entendimiento desde la discrepancia, de las buenas formas por encima de las diferencias, de los principios cristianos como bálsamo para afrontar la vida, que él abandonó cuando más lo necesitaban sus hijos Santi y Marta.

Manolo me enseñó a conocer y querer Navarra. Él me mandó a que fuera a explorar con mi marido el valle del Baztán, la deliciosa Elizondo, la sierra del Roncal, Ochagavía, o el sur monumental de Olite y Tafalla. Me hizo recorrer la orilla del Irati, oír los susurros de su cauce, donde Hemingway pescaba truchas y las colocaba entre hojas de helechos para conservarlas. Defendía el fuero navarro por constitucional, y siempre blasonaba del patrimonio moral de los partidos de Estado, PP y PSOE, que, con su fe en los valores democráticos, habían logrado aislar a los terroristas y a sus albaceas de Batasuna de las instituciones y acoger a sagrado la Autonomía frente a la hiena anexionista. Cuanto más se empapaba de mundo, cuantos más meandros conocía de la política internacional –su paso por la corresponsalía en Washington de ABC lo reafirmó– más reivindicaba la necesidad de poner por encima de las ideologías y las luces cortas, los valores eternos.

Regalar Pamplona a cambio de que cuadren las cuentas es una traición tan descarnada que los navarros sangran. A Erice estoy segura de que le dolería la felonía de un pícaro amoral que osó mentarle el III Reich a un alemán cuyo partido construyó la Unión Europea sentando a la mesa a la izquierda y a la derecha razonable. Como a millones de paisanos suyos, le dolerían tantos muertos desenterrados y expuestos al menosprecio por siete votos. Siempre temió por esa disposición adicional cuarta de la Carta Magna, que permite la anexión de la tierra prometida de Navarra al delirio de Euskalherría; en el fondo un regalo al nacionalismo cainita, que ni por esas cejó nunca de perseguir la destrucción de España.

Revisitar el pasado nos trae valores antiguos a un presente sin ellos. Pamplona desde el próximo día 28 contará los días para volver a la senda de la moderación y de la luz, por la que tantos años transitó ese navarro tozudo que se nos fue. Como dice la jota: «Si se pierde la firmeza, que la busque quien la quiera en el alma de un navarro».