22 de diciembre: la Iglesia Oscura
Hay un ganador. Siempre. Eso todos lo sabemos. Se llama Estado, que es el gran tahúr supremo
No habiendo podido curar cuanto los atormenta, los hombres urden teatros, en cuyas ficciones queden exentos de ese acoso. De tales paraísos artificiales, ninguno es más eficaz que el juego: mundo aparte, en el cual el jugador pone las reglas de las cuales aceptará ser prisionero. Y ya nada de lo que queda fuera de ellas, nada de lo real respecto de lo que logró blindarse, lo acongoja. Por un tiempo: por el lapso en el cual ruedan los engranajes de la partida.
La hipótesis lucidísima de Blaise Pascal me viene, desde agosto, repicando al pasar cada mañana por la calle del Carmen madrileña. La cola ante su número 22, mediado el verano, no va demasiado más allá cincuenta o sesenta metros. En septiembre, tuerce la esquina que sube hacia la Gran Vía. A partir de octubre, guardias jurados primero, después municipales proceden a regular una marea humana que da vuelta a la manzana en cuyo corazón «Doña Manolita» erige su altar supremo al azaroso destino. Hombres y mujeres sándwich comienzan a exhibir ostentosas ristras de décimos preciosísimos. «¡De la Doña, de la Doña!», claman como quien ofrece un todopoderoso «detente bala» al soldadito camino de la trinchera. No podía yo dejar de preguntarme hasta qué punto sería cierta, en este caso, la alegoría pascaliana sobre el jugador de cartas: «Tal hombre pasa su vida sin hastío, jugando todos los días pequeñas cantidades. Dadle cada mañana el dinero que puede ganar en un día a cambio de que no juegue. Haréis de él un desdichado». Valdría la pena hacer el experimento. A ver qué pasa.
Jugamos todos, nadie se engañe. A juegos en diversa medida complejos, a juegos con diverso prestigio sutiles. La partida de Go, en la que Yasunari Kawabata enreda a sus grandes maestros, dura meses y es una sobria metáfora de la condición humana. Borges cifra en el ajedrez una teogonía sin fin y, por ello, inquietante:
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonías?»
Jugamos todos. Cada cual a lo suyo. Y, en el mundo, más allá del juego sólo hay nada. ¿Quién, capaz de soportar eso? «Uno busca el reposo combatiendo algunos obstáculos y, cuando los ha superado, el reposo se hace insoportable por el hastío que engendra. Y hay que salir de él y mendigar el tumulto», por aquello tan invulnerablemente lógico de que «no habiendo podido curar la muerte, la miseria, la ignorancia, los hombres se han conjurado, para sentirse felices, en no pensar en ellas»: jugar; a lo que sea.
Y a la de Navidad, seguirá la «Lotería del Niño». Y, más adelante, vendrán otras partidas: loterías, naipes, rifas, bingos, apuestas azarosas de muy diverso tipo. Hay un ganador. Siempre. Eso todos lo sabemos. Se llama Estado, que es el gran tahúr supremo de la Iglesia Oscura. Hay, también lo sabemos, perdedores: todos. Y, en su derrota, complacidos. El éxtasis de perder es el solo absoluto del que juega: su Paraíso, su Walhalla, su Yanna. Es decir: su infierno. Dostoievski.