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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

El Cristo de los ateos

Es precisamente en el testimonio de alguno de los ateos donde acaso se encuentre la clave. Ellos perciben en la vida de Cristo algo extraordinario, casi inexplicable

Un cristiano también puede contemplar a Jesús de Nazaret más acá de la fe. Algunos ateos perspicaces nos descubren más de Cristo que muchos creyentes. Esta Navidad querría acercarme a este Jesús de los ateos que, sin creer en Él, nos acercan a Él.

Cristo nos sitúa ante un abismo radical, insoslayable. Como nadie más lo hace. Salvo que uno ignore su existencia, no puede permanecer neutral o indiferente. Es una apuesta ineludible. O sí o no. No hay alternativa. Pero el asunto no es fácil. Unos dirán que es Dios o el enviado de Dios; otros, que un gran profeta o el portavoz de una nueva moral excelsa; otros lo declararán un farsante o un loco. Pero no es posible permanecer indiferente. O sí o no. O es Dios o no lo es. Y la clave se encuentra en la resurrección. O resucitó o no lo hizo. La verdad del cristianismo no depende de ninguna doctrina, sino de un hecho. Si Cristo resucitó, el cristianismo es la verdad, la única verdad definitiva. Y si no resucitó, es una falacia y, como dijo san Pablo, vana nuestra fe. El problema es que la resurrección de Cristo no puede ser probada ni refutada. Por eso es asunto de fe, no de razón.

El dilema podría concluir así. Unos creen y otros no. El problema es que la cosa no es tan sencilla. Para empezar, porque Cristo dijo que era el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Si no lo fue, por elevada que sea su enseñanza, habría sido un farsante. Pero si lo es, necesariamente tendrá que exhibir algún título tanto para los creyentes como para los ateos. Y es en este sentido en el que pueden acudir en nuestra ayuda los ateos inteligentes y veraces. ¿Qué hay de extraordinario en Jesús de Nazaret, evidente incluso para los ateos, más allá del hecho de que resucitara o no?

En primer lugar, Jesús dijo algo que nadie jamás afirmó antes que Él. No sólo enseñó una doctrina, ni habló en el nombre de Dios. Dijo más. Proclamó que existía una unidad esencial entre el Padre y Él, y que Él era el camino, la verdad y la vida. No dijo que enseñara la verdad, sino que era la verdad. Ningún otro hombre se atrevió nunca a tanto. Pero si es la verdad, habrá algo en Él que pueda confirmarlo y que se imponga incluso a quienes no creen en Él. Acaso podamos acudir al testimonio de algunos filósofos. Hace unos años, Enrique Bonete Perales escribió un magnífico libro titulado Filósofos ante Cristo, en el que seleccionaba unos textos de grandes filósofos, creyentes y no, sobre Jesús de Nazaret, precedidos de unos comentarios introductorios. Y es precisamente en el testimonio de alguno de los ateos donde acaso se encuentre la clave. Ellos perciben en la vida de Cristo algo extraordinario, casi inexplicable en un hombre. El mejor ejemplo, el más grande de los ateos, tan grande que probablemente no lo sea: Friedrich Nietzsche. En un libro, tan significativamente titulado El Anticristo, recuerda que «no resistas al mal» es la frase más honda de los Evangelios, la paz consiste en el no poder ser enemigo. En esto consiste la redención. No hay ni premio ni castigo ni culpa. La recompensa reside en la acción misma. Cristo enseña cómo hay que vivir para sentirse en el cielo. Es una nueva forma de vida, no una nueva fe. Sólo una vida tal como la vivió el que murió en la cruz es una vida cristiana. En este sentido, afirma Nietzsche, que nunca ha habido en absoluto cristianos. Sólo uno lo fue y murió en la cruz. No una doctrina ni una moral sublimes. Se trata de un hombre sobrehumano, es decir, de un Dios, cuya vida hay que intentar imitar, aunque jamás logremos ser como Él. Naturalmente, con san Pablo, si sólo en esta vida esperamos en Cristo somos los más miserables de los hombres. Esperamos la vida eterna y la salvación. La fe en Cristo es razonable porque su vida es sobrehumana. Pero algunos ateos vienen en nuestra ayuda y nos confirman que, más allá de la resurrección, en Jesús de Nazaret hay algo definitivamente sobrehumano, extraordinario, pues nos muestra la vida divina. El Cristo de los ateos.