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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Cuento de Navidad

Pasó la Nochebuena a duras penas. Pero el día de la Navidad empeoró su salud. Era un hombre bueno, con una mujer buena y cinco buenos hijos...

Pasó la Nochebuena a duras penas. Pero el día de la Navidad empeoró su salud. Era un hombre bueno, con una mujer buena y cinco buenos hijos.

El 25 de diciembre, cuando llega la tarde, es muy complicado encontrar soluciones a los problemas. Si de un grifo no mana el agua, no hay fontaneros disponibles. Si la calefacción deja de calentar, no hay calefactores. Cualquier establecimiento está cerrado. «Cerrado por vacaciones». Si un enfermo agoniza en su casa, no es posible dar con un sacerdote. No hace mucho escribí lo del palmero flamenco «El Brillantinas», el único flamenco que se murió en inglés. No en Navidad, en plena primavera. Lo cuenta en «La Taberna del Traga» el gran José Antonio Garmendia. Eso, que volvían de Jerez de actuar. El grupo de flamenco ocupaba una camioneta. Y a veinte kilómetros de Sevilla, ya en la amanecida, el conductor se distrajo y un árbol se empotró en la camioneta. Todos ilesos, menos «Brillantinas», que se moría en una camilla de un humilde centro médico de pueblo. Y el jefe del grupo se acercó a su amigo moribundo y le consultó si deseaba recibir el Sacramento de la Extremaunción. Brillantinas fue conciso: «Yes», y se murió en inglés.

Agonizaba el 25 y los hijos se dispersaron para encontrar a un sacerdote. Esfuerzo en vano. Al fin, alguien dio una pista.

–En el convento de las Madres Beatrices se aloja un misionero, hermano de la Priora, que ha venido a pasar las vacaciones de Navidad.

Efectivamente, ahí estaba el buen sacerdote, algo pesado y ácido de estómago, por su falta de costumbre de comer mazapanes y polvorones, ingeridos en la Nochebuena. El misionero llevaba treinta años en una pequeña isla japonesa. Y después de treinta años en la lejanía, y con resultados óptimos en su Misión, sus superiores le concedieron diez días de vacaciones. Para llegar a Tokyo desde su isla, invirtió un par de jornadas. Y voló de Tokyo a Madrid, y de Madrid tomó el AVE y se plantó en Sevilla. De Sevilla a su pueblo, un paseíto. Se llamaba don Ricardo.

–Don Ricardo, nuestro padre se muere y no hemos localizado ni al párroco, ni al sacerdote que ayuda al párroco. Sentimos interrumpirle sus vacaciones, pero no queremos que se vaya sin recibir el Santo Sacramento.

Y don Ricardo accedió a la demanda inmediatamente.

–Malditos mazapanes y polvorones. Malditas yemas y frutas escarchadas –repetía mientras se aproximaban al hogar del moribundo.

Toda la familia rodeaba su lecho de muerte. Había sido un marido y un padre ejemplar.

–No lloréis delante de mí porque me voy a un lugar maravilloso. Ahí os esperaré.

Don Ricardo preparó lo necesario para la unción de los enfermos.

Y comenzó los rezos. Pero se detuvo.

–Perdón. Se me ha olvidado rezar en español. Llevo treinta años haciéndolo en japonés.

Y en un perfecto japonés, mientras el propio agonizante se moría más de la risa que de su propia muerte, don Ricardo cumplió con el rito sacramental.

Apenas diez minutos más tarde, el hombre bueno falleció.

Y subió al cielo perdonado en japonés.

Parece un cuento de Navidad.