Una diplomacia coherente
Si en el plano jurídico formamos parte de la Alianza Atlántica y de la Unión Europea, en el político estamos con el Grupo de Puebla, con Hamás, con los hutíes y, desde luego, con Irán
Llueven las críticas sobre Pedro Sánchez desde España, la Unión Europea y Estados Unidos por el numerito que ha montado en torno a la formación de una agrupación naval que garantice la seguridad del tráfico comercial por el mar Rojo. ¿Cómo es posible que España no quiera colaborar en impedir que nuestros buques mercantes sean atacados por un grupo chií del Yemen, instrumentalizado por el Irán de los ayatolás? Es cierto: no es fácil entender que un Estado democrático, que es miembro de la Alianza Atlántica y de la Unión Europea, que tiene grandes intereses en el correcto funcionamiento del comercio internacional, se comporte de esta manera.
El problema no se ha quedado ahí. Además, después de defender la extensión al mar Rojo de la Operación Atalanta –iniciativa de la Unión Europea para combatir la piratería en el Índico– nuestros diplomáticos en Bruselas han tenido que retractarse, boicoteando un proceso ya avanzado y forzando una «vuelta a empezar» sin justificación. ¿Cómo es posible que los ministerios de Asuntos Exteriores y Defensa actuaran sin contar con la autorización de la Presidencia? ¿Qué pasó en la Moncloa para que reaccionaran tan tarde sobre unas gestiones que tenían que conocer?
El espectáculo de un gobierno que actúa sin orden ni concierto y ajeno a los valores e intereses occidentales es la imagen que hoy están dando nuestros dirigentes, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Siendo esto grave, y lo es y mucho, lo realmente preocupante es que, aunque de forma caótica, estos actos responden de manera coherente a una política. Una coherencia que pueden no entender, y desde luego no compartir, nuestros diplomáticos y oficiales superiores, pero que es asumida por los responsables socialistas.
Como hemos comentado en otras ocasiones, la política exterior es siempre expresión de la interior. Ya quedó atrás el ciclo histórico de la Transición, «de la ley a la ley», de la reforma en vez de la ruptura. Con la elección de Rodríguez Zapatero como secretario general del PSOE y su posterior ascenso a la Presidencia del Gobierno, esa fuerza política abandonó el legado de González para optar por la ruptura, por la superación de la Constitución de 1978 y la imposición de un nuevo régimen político. Tras la pérdida de la mayoría social el PSOE asumió que necesitaba entenderse con la izquierda radical y con los nacionalistas, lo que supondría que el nuevo régimen traería una nueva organización territorial, en el mejor de los casos, y un giro a la izquierda en el plano político.
Los resultados de las recientes elecciones generales han forzado a Sánchez a cambiar el paso, pero no la dirección. Si en política interior el Pacto del Tinell era un anuncio de lo que estaba por llegar, en política exterior la Alianza de las Civilizaciones avanzaba lo que estamos viendo en estos días. Sánchez es consciente de su extrema debilidad y reacciona desde la soberbia y la radicalidad, tratando así de cohesionar lo que está destinado a implosionar.
La remodelación de altos cargos en el Ministerio de Asuntos Exteriores y los nombramientos en algunas de las embajadas o delegaciones de referencia han sido recibidos con perplejidad. Más allá del debate corporativo, de si son o no miembros de la carrera, lo evidente es su falta de competencia para asumir esas responsabilidades. Tan evidente como su lealtad para seguir una política que tiene poco que ver con los intereses nacionales y mucho con los del partido en el gobierno. Estamos asistiendo al asalto socialista al ministerio, arrinconando a los diplomáticos de carrera e imponiendo unas líneas de acción que no responden al sentir general ni encajan en nuestra Constitución.
Si en el plano jurídico formamos parte de la Alianza Atlántica y de la Unión Europea, en el político estamos con el Grupo de Puebla, con Hamás, con los hutíes y, desde luego, con Irán. Mantenemos las formas con Estados Unidos, pero la tensión gravitacional de China nos atrae más y más. Si en el paso de Rafah Sánchez legitimó la acción de un grupo terrorista frente a un estado democrático, en el mar Rojo España legitima los actos de violencia iraníes, por mediación hutí, contra buques que navegan con pleno derecho por aquellas aguas. La finalidad no es otra que aislar a Israel del resto del mundo y fracturar el bloque occidental. En esta situación ¿a quién le puede extrañar que Sánchez insulte y desprecie al presidente de Argentina o a la primera ministra italiana? ¿Cómo sorprendernos de que los dirigentes hutíes o de Hamás agradezcan a nuestro gobierno su distanciamiento de Estados Unidos y de buena parte de los estados europeos?
España se desliza por la pendiente del radicalismo y del desmembramiento, pero esa política responde a un plan diseñado hace tiempo. Se está ejecutando de manera desabrida, pero no carente de coherencia. La nueva diplomacia no es más que su lamentable expresión en el ámbito exterior.