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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Felipe VI

El Rey hizo un discurso magnífico que deberían entender también los que van poniéndole motes hirientes y favorecen a Sánchez

España es original para el insulto, el desprecio y la caricatura. Tiene una gracia encabronada, perversa y dañina, de ésa que no hace prisioneros pero es genial y divertida. A Sánchez lo han llamado Fraudillo o Falconetti. A Puigdemont, Pigdemont o Pelomocho.

A Iglesias y Montero los bautizaron de «Marqueses de Galapagar». Yolanda Díaz es la Fashionaria; Irene y María Jesús fueron las «Azúcar Montero» y la primera con Ione «Las niñas del resplandor». Y a Junqueras, que tiene un ojo pipa, lo aplaudieron por fichar de contertulio en «La mirada crítica».

Hay más, y muchos de ellos son igual de ingeniosos, lo que hace más llevadero el dolor: lo peor del insulto es la ausencia de gracia. Góngora llamaba a Quevedo «Qué bebo», por borrachín y pendenciero, y Quevedo a Góngora le hacía poemas para explicarle a qué misión higiénica dedicaría sus versos: «Y así, ya no me espanta el ver que pudo / entrar en mis mojones a inquietarme / un papel de limpieza tan desnudo».

Lo de Felpudo VI para el Rey también tiene su punto jocoso, pero viene envuelto en la misma mala baba que tantos otros lances sobreactuados que, en nombre de la épica misión de acabar con Pedro Sánchez, acaban perpetuando a Pedro Sánchez.

Todos son fáciles de reconocer: proceden de latitudes inguinales y sostienen que, frente a la tibieza de los críticos del sanchismo, era recua de «hombres blandengues» que glosó el insigne El Fary, irrumpen los valientes de verdad, dispuestos a agarrar por la pechera al susodicho y arrojarlo al pilón de la Constitución que él tanto devalúa y el resto no sabe defender.

Al Rey le piden, al parecer, que se disfrace de Batman y ejerza de justiciero en Gotham, desplegando sus superpoderes para frenar al Joker que ha tomado la ciudad. Y todo lo que no sea eso equivale a ser su cómplice, su coartada o, en el mejor de los casos, mobiliario decorativo tan inútil como el retrovisor de una bicicleta estática.

Quienes llaman así a don Felipe VI son los mismos que aplauden las chulerías de Ortega Smith, desprecian las manifestaciones masivas diurnas por blandas y califican de sanchista, melifuo, tibio o nenaza a todo aquel que no incluya en el zurrón de atizar al infame Sánchez el plomo necesario para que le haga auténtico daño.

La nostalgia por un Rey enérgico, hermanado con su discurso del 3 de octubre de 2017, es razonable si es efímera: yo mismo la tuve cuando, a las primeras de cambio, le encargó a Sánchez su investidura a pesar de no poderle demostrar los apoyos mínimos necesarios.

Pero convertirlo en hábito solo sirve para debilitar una institución clave para, algún día, tratar de rehabilitar los insoportables desperfectos sociales, institucionales e identitarios que está causando y causará el Atila del Falcon.

Nada ilusiona más al Eje del Mal compuesto por populistas, antisistema y separatistas que ver a los monárquicos, tantos de ellos por razones estrictamente prácticas, denigrando a un gran Rey con un sobrenombre lacayo.

Su Majestad ha de tener otros tiempos y otros ritmos para sobrevivir en la Roma incendiada que prenden todos los Nerones de la corte de Sánchez. Y su mensaje de Navidad es una prueba: para ser un felpudo, bien que le recordó a todos la vigencia inquebrantable de la Constitución y la imposibilidad manifiesta de quebrar la separación de poderes.

Si Sánchez y Puigdemont no lo han entendido, necesitan un otorrino. Y si los más rudos de La Resistencia tampoco, tal vez necesiten un cierto sosiego interior: tanto hablar de felpudos ajenos, y no se percatan aún de que la alfombra al Gobierno se la están poniendo ellos. Y es de las buenas.