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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¿En qué momento?

Sánchez no es siquiera socialista. Es sanchista. Y paga, sin contradicción, el precio que le sea impuesto para salvar a Sánchez

Con muy pocas palabras se teje un arquetipo. Dichas en el momento exacto, con el énfasis o la atonía que sean el espejo de su tiempo.

Dos personajes, por ejemplo, conversan en una tabernucha de irrisorio nombre, «La Catedral», al inicio de la obra maestra de Vargas Llosa. Su ánimo desesperanzado parece cargar con el destino de su tierra: eso transubstancia el anecdótico diálogo en arquetipo: «¿En qué momento se había jodido el Perú?» No hay pregunta más prosaica. En apariencia. Ni tan lírica, sin embargo, en su cierre de toda puerta de salida, antes aún de que el relato haya empezado. «El Perú jodido…, todos jodidos. Piensa: no hay solución».

La escena de ayer en Pamplona parecía girar sobre sí misma, en ese tiempo circular que acuña el mito. Y nos golpeaba a todos con lo que habíamos leído ya en una novela de 1969. A todos, al menos, cuantos percibimos en nuestras cabezas la resonancia de una pregunta paralela a la del Zavalita de la Conversación en La Catedral. ¿En qué momento, en que maldito avatar de nuestra reciente historia, se nos destejió España?

Porque eso se escenificaba ayer. Sin apariencia siquiera de dramatismo. Este, tan extraño, empecinarse un partido nacional en deponer del poder a otro partido nacional. En beneficio de un tercero, que niega cualquier legitimidad a la nación y fija su objetivo primero –y quizás único– en cancelarla.

Pamplona vino, así, ayer a constituirse en el microcosmos de la tragedia española. Cualquier país europeo en trance de voladura secesionista vería a sus partidos constitucionales primar el compromiso de sacar adelante a la nación, por encima de creencias o matices accesorios. Sin más, sin majestuosas proclamas, sencillamente porque, extinta la nación, ellos mismos se extinguirían: puro instinto de supervivencia. Es una de esas evidencias que se imponen a cualquier mente cuyas taras no hayan pasado la barrera del delirio terminal. Salvar a la nación es salvarnos a todos: también a los pétreos sinvergüenzas que viven de la política; a todos.

Ese mínimo instinto de supervivencia hubiera aconsejado a los socialistas navarros negociar –desde una posición, por lo demás, ventajosa– el modo de excluir del gobierno de la ciudad a aquellos que, con el primado programático de la independencia como estandarte, están condenando a muerte, por igual, al PSOE y al PP. Porque tan español –y, por tanto, tan aniquilable– es para un independentista el partido de Feijóo como el de Sánchez. Dar gratis el poder, todo el poder, a quien proclamó siempre su voluntad de borrarte –y lo hizo cuando pudo–, es una variedad de locura que merecería erudito capítulo en los manuales de psiquiatría.

No hay lógica política para explicar eso. La hay, personal, en Sánchez: eso sí. Pero Sánchez no es siquiera socialista. Es sanchista. Y paga, sin contradicción, el precio que le sea impuesto para salvar a Sánchez. ¿Qué piensan, si es que piensan, los que aún siguen llamándose a sí mismos «socialistas obreros españoles» después del espectáculo de ayer? ¿Qué vienen pensando de quien erige en «progresistas» a partidos tan reaccionarios como el PNV, tan corruptos como Junts? ¿Qué piensan de lo que quedará en la historia tras ese legado suyo de ceniza? Sánchez actúa en su solo provecho. Sólo. Nada, pues, hay que reprocharle. ¿En provecho de quién actúan los que le siguen votando, pese a todo? ¿Qué están pensando ahora? Cuando sólo ya parece quedarnos un loco girar sobre el arquetipo que blindaba el Zavalita de Vargas en una tabernucha de nombre grandilocuente: «¿En qué momento se había jodido el Perú?» ¿En qué momento, nosotros?