Gana ETA
Sánchez ha logrado que nadie se avergüence de haber participado o comprendido a ETA, que es la mejor manera de que algún día vuelva
ETA no ha desaparecido, como alegan quienes confunden el fin de los medios que utilizaba con la consecución de los objetivos que perseguía. Y no lo ha hecho porque a su derrota incondicional, fruto de la acción combinada de los Cuerpos de Seguridad, la Justicia, las instituciones y la sociedad española no le ha acompañado el ostracismo de sus ideas y la escritura correcta del relato de sus andanzas.
El fin auténtico de ETA hubiera sido que a los hijos y nietos de los terroristas les avergonzaran las fechorías bárbaras de sus padres y abuelos; la marginalidad de sus altavoces políticos y la hegemonía de sus víctimas. Y lo que hemos tenido es justo lo contrario: los etarras son recibidos como héroes en sus pueblos y las siglas que se hermanan con sus ideales gozan de una salud de hierro en las urnas.
No todo es culpa del PSOE, también hay que preguntarse qué tipo de miseria moral acampa en una parte de la sociedad vasca para que, cuando se silenciaron las pistolas y se desactivaron las bombas, el premio electoral fuera para quienes ponían las balas y no para quienes ponían la nuca.
Todo lo demás sí es responsabilidad del PSOE, del de Zapatero primero y ahora del de Sánchez. El primero pagó un precio por una rendición que era gratis, como confesó el último portavoz de ETA, David Pla, hoy dirigente de Sortu: decidieron disolverse, dijo él mismo, cuando al llegar Rajoy al Gobierno comprobaron que no mantendría los acuerdos previos con Zapatero y creyeron que iba a ser más perjudicial para los pistoleros continuar que entregarse.
Y el segundo ha resucitado a su brazo político, con el mismo modus operandi desplegado con el separatismo catalán: rehabilitarlos cuando eran residuales, blanqueando su pasado y legitimando sus objetivos, deshaciendo para ello la respuesta firme de un Estado de Derecho fuerte que no necesita premiar a nadie para frenarlo cuando se salta las reglas del juego.
La calma aparente que rodea ahora al separatismo vasco o catalán es un espejismo, derivado en exclusiva de la evidencia de que no necesita forzar la situación para lograr, de manera cómoda, un avance histórico en sus innegociables objetivos: le basta con mantener vivo el «impuesto revolucionario» a un dirigente político, Pedro Sánchez, que solo puede ser presidente si lo acepta y lo paga.
Pero en el próximo arreón, sea pronto o en una década, los peores nacionalismos de Europa se encontrarán con una alfombra roja sin precedentes: la legalidad devaluada para dejar impunes sus desafíos, tras la adaptación del Código Penal a sus necesidades, y la legitimidad reforzada por las formidables concesiones políticas, morales, éticas y legales de un partido, el PSOE, que aspira a eternizarse en el poder con una fórmula inviable a medio plazo: intercambiar la Presidencia por una aventura cuyo desenlace es la ruptura o la vuelta a las andadas.
Normalizar a Bildu sería que aceptara la Constitución, condenara a ETA, pidiera perdón, se avergonzara de su complicidad y ayudara a esclarecer los 374 asesinatos pendientes de respuesta.
Lo que ha hecho Sánchez, sin embargo, es amnistiar a los amigos de ETA, reforzar sus delirantes metas y hacerse cómplice o inductor de todo ello porque necesita sus votos para mantenerse en La Moncloa.
Si llegara el día en que el universo abertzale se cansara de esperar avances definitivos, sus nuevos guerrilleros mirarán al pasado y no verán a criminales, sino a valientes gudaris que se jugaron la vida por un sueño de nuevo reprimido. Por eso ha ganado ETA. Y por eso Sánchez es responsable de su insoportable victoria.