Cuento de hielo y nieve
Ninguna moraleja hoy. Ni resonancia de esa viscosa ofensa a la inteligencia que es, en el resto de nuestros días, la política. Olvidemos a los monstruos
Nada sucede. Entre el último día del año que no vuelve y el primero del que todavía no es, un soplo de ausencia lo envuelve todo: humanos como cosas. Los estallidos bestiales del tránsito en la medianoche son sólo coartada que acota ese tiempo muerto. No existe el día uno de cada año. Los hombres buscan en vano consolarse de lo que han perdido: como al final de cada año, todo. Buscan, y saben que es igual de vano, inventarse propósitos de mejor destino venidero, bajo la máscara de esa novedad que existe sólo en los inanes calendarios. Mañana, habrán de saber que todo va a volver a ser lo mismo. Alcohol, gula y ruido no perpetúan demasiado tiempo sus ficciones.
Podría ser de otro modo.
Soñé, desde que era un niño, allá por la prehistoria de los años cincuenta, ante las páginas del más hermoso libro que he leído, con un mundo de nieve sobre el cual alzar la arquitectura de un año distinto: sólo de matemática y luz. Hans Christian Andersen lo había escrito en la Navidad de 1844. Narra Laponia: esa irrealidad que el lector sabe extraña a su mundo, a cualquier mundo; y que el viajero sabe más imposible todavía.
Hoy, en el paréntesis de veinticuatro horas durante el cual nada está permitido que pase, retorno a esa Laponia de dioses aritméticos, a la cual el más grande de los poetas daneses rinde culto: culto de muerte y frío. Reúno ante mi mesa la primera edición que, muy de niño, fue mi regalo de reyes; párrafo a párrafo, la voy confrontando con el espejo de la más académica edición que hallo en mi biblioteca. Y dan igual las diferencias de traducción o estilo. La Reina de las Nieves quiebra el corazón de quien la lee: en cualquier lengua, en ediciones de bibliófilo o en papel de periódico. Da lo mismo. Todas sus palabras hieren; la última mata. Como las agujas de los míticos relojes, que enterraban ayer cantarinamente el tiempo ido, las palabras de algunos –muy pocos– instantes privilegiados de la gran literatura devastan a sus lectores: no volverán a ser los mismos quienes transitaron sus senderos.
La Reina de la Nieves, pues. La recuerdo. En un primero de enero, igual de intangible que el de cada año. Igual de eterno.
Un niño que, en la más nórdica Europa, sabe –como sabían los griegos, en el Sur de hace tanto– que sólo la geometría salva. Contempla una rosa, eso que todos dicen símbolo de la belleza. Ve su realidad: pasaje hacia lo marchito. «Roída por un gusano… ¡qué espantosas son, en el fondo, las rosas!» Toma una lupa. Sobre una tela azul deposita un copo de nieve. Bajo la lupa, todas las maravillas de la geometría se revelan en esa estructura helada. «es mucho más interesante que las verdaderas flores», se dice a sí mismo Kay. «No tienen un solo defecto. Son perfectas». Y. sin saberlo, el pequeño Kay está invocando a la maravillosa –a la desalmada– Reina de las Nieves.
Vendrá. Besará al niño. Una sola vez: «más de eso, te mataría». Y en su trineo transportará a Kay a lo más lejano. A ese norte extremo en el que ningún hombre habita y en el que la Reina talla su palacio en cristal de hielo. Duerme allí, sobre ese hielo que el beso le hace no sentir, acurrucado a los pies de la Reina. Durante el día, un inmenso salón le ofrece el más bello juego con el que puede soñar una inteligencia humana: un infinito rompecabezas hecho sólo de fragmentos angulosos de hielo, cortante y puro como cristal. El niño sabe que varias vidas eternas no le bastarían para completar el encaje de piezas que la Reina le ha ofrendado y al cual llama «el juego de hielo de la razón».
Ninguna moraleja hoy. Ni resonancia de esa viscosa ofensa a la inteligencia que es, en el resto de nuestros días, la política. Olvidemos a los monstruos. Yo, al menos, decidí olvidarlos durante veinticuatro horas. Tomé las ediciones de Andersen que me ayudaron a vivir todos estos años. Y me perdí en ese segundo beso de la Reina de las Nieves, que «deja el corazón como un bloque de hielo». No hay droga en este mundo más fuerte que la lectura. Mas letal que el amor de la Reina de las Nieves.