El lomo de la gitana
Donde estés, quiero que sepas que tu niño no se ha olvidado de ti, ni de tu generosidad, ni de tu beso
Lo escribí hace años. Hoy cambio la forma pero no el fondo. El 31 de diciembre, en Camposoto, donde hacía el Servicio Militar, me arrestaron por señorito. Me había tocado el puesto de guardia en la puerta principal el 30 por la noche. Desde las 11 a la una del 31. Aquella noche estaba invitado a una fiesta en Jerez de la Frontera, a la que asistían espectaculares bellezas. Y le compré la guardia a otro soldado. Conocedor de mi excesivo interés, me encareció el trueque. –Una lechuga, Ussía–. Mil pesetas. Y ocupó mi lugar de servicio.
No tuve suerte. En la fiesta, sí, pero en el campamento militar, el CIR 16, no. Aquella noche, el capitán de la Unidad de Servicios, don Rafael Urréjola Ibáñez, todo un señor, se quedó arreglando papeles hasta bien entrada la noche. Y al abandonar el recinto militar, mi sustituto le alzó la barrera y le dio novedades. El capitán recordó que a esa hora y en aquella noche, el soldado de guardia en la puerta principal era yo, y no aquel muchacho. –¿Tenía usted asignado este servicio hoy por la noche?–.
–No, mi capitán. Se lo he vendido al soldado Ussía–.
Volví tarde de Jerez y entré en el campamento por la llamada «puerta falsa». A las nueve de la mañana, me llamó el capitán. –¿Qué tal le fue la guardia de ayer?–. Mentir es un insulto al honor militar, y entendí que no tenía otra opción que confesar mi falta. –Compré mi guardia por mil pesetas, mi capitán–. El chorreo fue apoteósico. –Así que el señorito Ussía se ha escaqueado para disfrutar de una fiesta, y como tiene dinerito, le ha comprado la guardia a otro soldado–. –Así ha sido, mi capitán–. –En principio, la guardia que no hizo usted ayer, la va a cumplir hoy, 31 de diciembre, de once de la noche hasta la una del año nuevo en la Puerta Principal. A partir de ahí, ya veremos–. El capitán Urréjola actuó con plena justicia. Y despedí, en la soledad de mi puesto de guardia, al año que se iba para recibir al año nuevo. Noche atroz de tiempo, lluvia y vientos. Pero yo estaba ahí porque me había merecido mi arresto. Una Nochevieja triste y arrestada.
Cinco minutos más allá de las doce, a los cinco minutos de haber nacido el año nuevo, bajo la lluvia, soportando el vendaval y el frío, distinguí la figura de una mujer que se acercaba a mi puesto de guardia. Le di el «alto» y ella se acercó sin atender mi advertencia. –No te preocupes, hijo, que te traigo un regalo–. La mujer era una gitana que tenía en la cuesta abajo de Camposoto hasta San Fernando una venta. Y me entregó una bolsa. –Toma, mi niño. Lo hago todos los años con los soldaditos de guardia en el cambio de año. Gracias por estar aquí. Y disfrútalo–. Me dio un beso, y bajo la lluvia, soportando el vendaval y el frío, dándome la espalda, desapareció.
En la bolsa encontré un pan, lomo embuchado y una pequeña botella de vino. Se oían a lo lejos los gritos eufóricos de los soldados libres de servicio, que tuvieron una cena especial. En mi entorno, todo era negrura y soledad. Y me preparé el bocadillo de lomo, y descorché la botella, que ya estaba previamente abierta por la gitana. Jamás me había sentido tan agradecido.
Todavía tengo en mi imaginación el sabor del lomo de la gitana y el placer de su vino alegrando mi gaznate. El arresto no fue más allá, porque el capitán Urréjola Ibáñez, don Rafael, no consideró que mi falta precisaba de mayor castigo. Cuando fui relevado me tumbé en el camastro del servicio de Guardia y amanecí al toque de Diana, que se retrasó una hora respecto al resto de los días. Y pasados cincuenta años de todo aquello, en la noche del 31 de diciembre, cuando ya han transcurrido cinco minutos del nuevo año, le dedico una oración y le mando un beso simbólico a mi gitana. Gracias por ayudarme en una noche entristecida.
Donde estés, quiero que sepas que tu niño no se ha olvidado de ti, ni de tu generosidad, ni de tu beso.
Ni del vino, el pan y el lomo. El lomo de mi gitana.