Odiar con pleno derecho
¿Es el odio un delito? ¿Lo es el amor, pasión, como él, humana, espejo y contrapartida suya?
Alguien ridiculiza al presidente del gobierno. O el presidente del gobierno se siente ridiculizado por alguien: es decir, se ridiculiza a sí mismo. Una denuncia penal se abre. «Por delito de odio». Parece cosa de risa. No lo es tanto. En España. En este exacto momento.
De las muchas cosas locas que constato en las legislaciones de estos años, la que más infantil –y, por tanto, más peligrosa– se me antoja, está cristalizada en el artículo 510 de la ley orgánica 10/1995, por el cual se introduce en el código penal lo que se dio en llamar «delito de odio». No basta unir dos palabras con una preposición en medio, para hacer un concepto. Puede, como mucho, ese tipo de acercamiento dar pie a una metáfora. Al modo de aquella lírica amalgama de Lautréamont que anuda el «encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas». Pero, la mayor parte de las veces, esas yuxtaposiciones verbales sólo anudan idiotez. Y sus consecuencias son funestas. «Máquina de coser» y «paraguas»: «delito» y «odio». No sobre una «mesa de disección». Sobre un «código penal».
Artículo 510, pues. Epígrafe a) de su apartado 1: «Serán castigados con una pena de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses… quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas, antigitanos u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, aporofobia, enfermedad o discapacidad…»
La redacción es un modelo de mistificación retórica. Se elude la definición del concepto al cual se hace referencia: «odio», en este caso. Se procede a enumerar, por simple yuxtaposición, una casuística a cuyas obviedades nadie en su sano juicio osaría oponerse: cúmulo de maldades que incluye, desde el antisemitismo a las múltiples variedades de racismo, desde el maltrato de las religiones hasta el desprecio de las penurias, enfermedades y diferencias sexuales… Nada nuevo hay en ese listado: la agresión, en sus diversos grados, ha estado definida siempre como tipo penal en todos los códigos desde el derecho romano. Lo que se añade aquí es una categoría genérica. A la que se da nombre, pero que no se define. Y que trastrueca todos esos varios delitos en uno sólo: «odio».
Pero, ¿es el odio un delito? ¿Lo es el amor, pasión, como él, humana, espejo y contrapartida suya? Los crímenes de los hombres pueden ser acometidos bajo impulsos pasionales. O no. Pero un impulso pasional no es criminal en sí mismo. Si hablamos con rigor, no hay acto humano en cuyo despliegue no intervengan vectores afectivos: amor, odio, vergüenza, envidia, miedo, esperanza, arrogancia, pusilanimidad, desprecio, arrojo… Ni la textura moral de un acto, ni su calificación penal se asientan sobre el estado pasional del individuo que actúa. Dan razón de las consecuencias del acto mismo. Se puede matar por odio, claro está. También por amor, por ira, por envidia, miedo… Pero ni amor, ni envidia, ni ira, ni miedo son delitos tipificables. Tampoco, el odio.
No todo lo antipático es delictivo. No lo es siquiera todo cuanto nos repugna. Y en ningún caso lo son nuestras pasiones. Las cuales pueden conducir al crimen, por supuesto. Pero, ¿qué pulsión básica en el hombre no puede conducir a eso? Nuestra vida se juega siempre en el fiel de la balanza entre lo angélico y lo demoníaco. No es posible suprimir lo segundo sin abolir la posibilidad de lo primero. Es lo que el relato bíblico de la caída luciferina narra con una belleza agónica que sabemos a imagen nuestra. Es el péndulo Jekyll-Hyde, en cuya oscilación alza su palacio de hielo la paradoja estética a la cual llamamos Occidente. Es el seco dilema sobre la cual F. W. J Schelling dislocaba, en 1809, el corazón de la filosofía: la «libertad es el alfa y la omega» del filósofo, pero la libertad no es otra cosa que «una capacidad para el bien y para el mal»; excluido el mal, el bien se extingue; y libertad ya no significa nada.
Puede que el arquetipo lo fijara Catulo en el octogésimo quinto de sus Carmina. Con la lacónica intemporalidad del mito: «Odio y amo. ¿Cómo es posible?, te preguntarás tal vez. / Lo ignoro, pero lo siento y me crucifica». ¿Habremos de incluir a Catulo en un nuevo Index librorum prohibitorum de la corrección política? Es lo que el artículo 510 de la ley orgánica 10/1995 de Felipe González nos estaba anunciando.