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VertebralMariona Gumpert

Y las obligaciones, ¿para cuándo?

¿Por qué un hombre no puede «desentenderse» de la criatura como sí puede la mujer, pero no tiene voz ni voto cuando la madre de su hijo quiere abortar y él quiere que su bebé viva?

Bertín Osborne ha sido padre y todo el mundo se ha hecho un embrollo. Empecemos por la parte positiva. Los progresistas y las feministas han puesto el grito en el cielo porque el presentador no desea asumir un rol paterno en la vida del crío, tan sólo contribuir económicamente. Entiendo el cabreo: ser padre no debería significar simplemente proveer a la progenie.

La indignación que ha causado Osborne es consecuencia natural de una visión antropológica determinada. Una visión buena, por supuesto, dado que asume que hombres y mujeres no podemos recrearnos en los placeres sin asumir las consecuencias. ¿Qué falla, entonces, en esta reacción natural que ha suscitado la noticia? Varias cosas. La que más llama la atención es que, por un lado, seguimos exigiendo responsabilidad al varón porque entendemos que la sexualidad –y, por tanto, la paternidad– es cosa de dos. Pero, al mismo tiempo, se proclama y defiende el amor libre, el sexo sin consecuencias; se rompe así la confianza entre dos personas que deberían tenérsela toda, pues no es poco lo que está en juego en la coyunda. En lugar de repensar un poco el tema, lo fiamos todo a los métodos anticonceptivos, al aborto y al ¿control? de las enfermedades de transmisión sexual. Y a mí, qué quieren que les diga, me parece muy poco feminista que un tío se lo pase pipa conmigo, pero sea yo quien tenga que medicarse, abortar o tomar la bomba hormonal de la píldora del día después. ¿Por qué los progresistas y cierto tipo de feministas entienden que el varón no puede eludir su responsabilidad cuando hay un niño de por medio, pero sí pueden desentenderse gracias a «remedios» que afectan a la salud física y psicológica de la mujer? Quiero pensar que en algún momento darán ese pasito y entenderán también este aspecto de la sexualidad y cómo ésta nos hace tocar lo sublime cuando la entendemos en toda su plenitud.

En esta sociedad dicotomizada resulta arriesgado reconocerle nada al supuesto rival. Quien me lleve leyendo tiempo quizá se sorprenda, pues suelo criticar de forma repetida y vehemente al progresismo en general y al feminismo en particular. Pero al César lo que es del César, y si estos señalan una verdad sobre el caso Osborne, se acepta y punto. Cosa distinta es que no comparta su diagnóstico y posibles soluciones a los problemas que acarrea la actual visión de la sexualidad. Es fundamental hacer estas distinciones pues, a fuerza de reaccionar por defecto en contra de las posturas de quienes solemos discrepar, podemos acabar defendiendo disparates aún mayores.

Podemos, lo han hecho y lo hacen, les cuento. Frente a la indignación de quienes reprobaron la decisión de Bertín saltó rauda la contra-indignación: ¿por qué un hombre no puede «desentenderse» de la criatura como sí puede la mujer, pero no tiene voz ni voto cuando la madre de su hijo quiere abortar y él quiere que su bebé viva?, protestaban. Aquí lo natural sería colegir que igual derecho tiene el varón que la mujer a que su hijo llegue a ver la luz del día, pues no hablamos de deshacernos de una sartén o un sillón, ¡pero no! La lógica ha llevado a muchas personas a defender que los hombres deberían poder cortar todo vínculo con su hijo –también el económico–, como un remedo del derecho femenino a abortar. Nadie al volante. En lugar de caer en la cuenta de que ambas ideas son aberraciones contra un tercero inocente, acabamos defendiendo –cada uno desde su ciudadela– cuál es la forma más igualitaria de sacarse a alguien de encima. ¡Derecho a abortar! ¡Derecho a desentenderme! Y las obligaciones, ¿para cuándo?