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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Algo huele a podrido y no en Dinamarca

Hay una izquierda europea que no espolea a la ciudadanía contra su jefa de Estado y que entiende el lugar que la Monarquía parlamentaria tiene como garante de la unidad y de la permanencia del país

Este fin de semana el Rey Juan Carlos ha cumplido 86 años y su nieta y heredera al trono, la Princesa Leonor, ha participado por primera vez en la Pascua Militar. Los dos enunciados formarían parte de la rutina oficial de una Monarquía Parlamentaria si no fuera porque en nuestro país hay una disfunción política y moral que convierte ambas situaciones en episodios casi extravagantes; esa anomalía institucional tiene un nombre: Pedro Sánchez.

Juan Carlos I, convertido por los medios del régimen en una celebrity sobre la que se vierten todo tipo de chismorreos y especulaciones con mentiras sobre su vida, ha tenido que celebrar su onomástica a 7.500 kilómetros de España porque su cabeza fue entregada por el presidente del Gobierno como trofeo a su jauría de aliados: un Monarca constitucional con el que entretener a las alimañas anticonstitucionales. Y la Princesa de Asturias inicia su andadura convertida también, para esa misma grey, en un personaje del cuché. Empieza a ser habitual que la progresía mediática solo la pondere porque es guapa, tiene buena planta y sonríe muy bien, reduciendo su dimensión institucional a su belleza y simpatía. Es como si los gurús sanchistas le perdonaran ser miembro de la Familia Real porque les alegra la vista. Y yo me pregunto: si la hija mayor de los Reyes no fuera tan agraciada ¿pasaría el filtro de los republicanos, dispuestos a indultarla aparentemente por sus ojos azules? Y otra pregunta retórica: ¿no será que limitando su papel al de una guapa hija de la aristocracia se la desprovee de su proyección histórica? Piensen lo peor y acertarán.

Esta perversa dinámica sanchista, aderezada por la vocación inocultable de Pedro de empañar el papel del hijo de Don Juan Carlos y padre de la Princesa, es decir, nuestro Rey, reduciéndole a su mínima expresión constitucional, rechina mucho más cuando se observa el respeto institucional de la que hacen gala otros primeros ministros de monarquías parlamentarias europeas asimilables a la nuestra. Acabamos de asistir al anuncio de la Reina Margarita de Dinamarca de su próxima abdicación a favor de su hijo, el Príncipe Federico. Aunque Shakespeare vaticinara en la tragedia de Hamlet que algo huele a podrido en ese país, lo cierto es que donde huele a podrido es en el nuestro.

La primera ministra danesa, una socialdemócrata que sí responde a los valores de la izquierda democrática, Mette Frederiksen, con la que Pedro Sánchez viajó a Ucrania el pasado año, pronunció un discurso, tras darse a conocer la retirada de la última Monarca europea, de factura absolutamente impecable, ponderando el papel de la Reina, su contribución a la estabilidad de la nación e incluso la presidenta reconocía que, desde su condición de republicana, había comprobado que la Monarquía era insustituible en Dinamarca.

Reconozco que sentí una indisimulable envidia. Hay una izquierda europea que no espolea a la ciudadanía contra su jefa de Estado y que entiende el lugar que la Monarquía parlamentaria tiene como garante de la unidad y de la permanencia del país. No obstante, en Dinamarca la institución ha tenido que vivir galernas institucionales también, como la que protagonizó el fallecido príncipe consorte Enrique, las polémicas del segundo hijo de Margarita, Joaquín, o la última, generada por unas fotos muy comprometedoras del Heredero, que el próximo domingo subirá al trono. Sin embargo, la institución ha contado con un antídoto infalible: la lealtad del Gobierno y su propia ejemplaridad, que le ha permitido superar las crisis. Dinamarca pudo, por ejemplo, someter en 2009 a referéndum la Ley de Sucesión al Trono para suprimir la prevalencia del varón sobre la mujer, sin peligro de que una cuadrilla de socios del presidente aprovechase la situación para abrir en canal la Constitución. Nosotros seguimos sin hacerlo por todo lo contrario.

Nada es perfecto. Tampoco en Dinamarca. Como reflejó la estupenda serie Borgen, allí el Parlamento está muy fragmentado, pero funcionan los contrapesos y los gobernantes mantienen los principales consensos y la observancia institucional a la jefatura del Estado, cuya titular podrá vivir la última etapa de su vida en su nación, con su familia, y no expatriada.

Vergüenza seguimos sintiendo muchos españoles de que Don Juan Carlos no pueda vivir aquí. Y así sobrevivimos entre el bochorno y el temor a que Su Sanchidad, una vez que acabe con la separación de poderes y colonice todos los entes públicos, dirija el periscopio definitivamente hacia el último dique. El Rey.