¿Y si Juan Carlos I se muere en Abu Dabi?
España tendrá un problema si no resuelve de una vez el estatus de un Rey que recibe menos indulgencia que Otegi o Puigdemont
El Rey Juan Carlos cumplió 86 años en Abu Dabi, una cifra que le coloca en la prórroga de la vida: la media de edad para morirnos está en España en los 81,4 años en los hombres, ampliamente superada por el personaje.
Aun cuando su salud sea buena, puede morir en cualquier momento, pues. Y de no cambiar mucho las cosas, lo hará a 5.621 kilómetros, la distancia por avión que separa España de ese emirato al que se exilió por «consejo» de Pedro Sánchez asumido por Felipe VI y acatado, no sin resignación, por el afectado.
Seguramente si Juan Carlos de Borbón fuera de Bildu, ERC o Junts tendría más sencillo obtener la benevolencia que la España oficial y mediática concede a Otegi, Junqueras, Puigdemont o hasta Txapote, cuyo acercamiento a su pueblo le resulta más sencillo de defender al Gobierno que el de todo un Rey a La Zarzuela.
Aunque la probidad es exigible a un Rey, que no puede ser el primero de los españoles y el último de los contribuyentes; todos sus pecados éticos y estéticos, que no penales, parecen suficientemente pagados ya con una abdicación definitiva y un destierro que debiera ser efímero.
Porque si alguien se merece un poco de generosidad es aquel que puede presentar una hoja de servicios con infinitas más luces que sombras, especialmente si las últimas ya han merecido un castigo suficiente y público.
España no puede sostener, sin agachar la cabeza, que se puede y se debe rehabilitar hasta a Bildu, encabezada por un terrorista que no condena a ETA ni renuncia a sus mismos objetivos; pero ha de mantener una especie de fatwa eterna para el señor que cogió el poder absoluto de un Régimen y renunció a él para facilitar una Transición democrática.
No es justo, en términos estrictamente legales, pero sobre todo no es decente ni humanitario ni inteligente negarle al Rey, en el ocaso de su vida, una rehabilitación pública suficiente para que resida con dignidad y discreción en España.
Y no es compatible, simplemente, defender de verdad la Constitución, amenazada como nunca por la debilidad de un Gobierno intervenido por quienes prestan ese respaldo a cambio de que les dejen debilitarla; y denigrar sin tregua a quien la simboliza.
Salvo que ése sea el plan y en la estigmatización de Juan Carlos I se encuentre la piedra filosofal para deshacer el «Régimen del 78», utilizando como vía de entrada los evidentes errores cometidos por uno de sus grandes arquitectos.
Pero si el Rey de España acaba muriendo en el extranjero, tendremos un problema: será difícil justificar un funeral del Estado a quien, hasta cinco minutos antes, se trató como a un leproso. Y será aún más complicado negárselo sin que, a la vez, una parte sustantiva de la sociedad se pregunte indignada por la actitud del Gobierno y, lo que es peor, de la propia Casa Real.
Si Don Juan Carlos no puede vivir en España porque no quiere tributar aquí, como sostienen no pocos de sus detractores, debe confirmarse de manera oficial, para que nadie piense que su exilio sigue siendo una decisión política y acepte que es la consecuencia de su sospechosa salud financiera o su prolongada pereza tributaria.
Y si no es ésa la razón, ya pueden correr todos un poco en dar una solución razonable a este problema de Estado, definitorio de un Estado en crisis que o bien se refuerza sin complejos o bien se debilita sin remisión. Porque un Rey no puede morirse en el limbo y esperar que aquí haya paz y gloria sin más. Y este Rey en concreto ya está en tiempo de descuento, aunque ojalá el árbitro de los cielos no tenga prisa en pitar el final del partido.