Plinio
Envidio a los que no han leído las historias de Plinio. Se asombrarán, siempre que puedan hacerse con ellas y se puedan adquirir todavía en las librerías
Apenas tuve trato con don Francisco García Pavón, el gran escritor de Tomelloso. Coincidíamos de cuando en cuando en la peluquería del Hotel Velázquez de Madrid. A él le cortaba el poco pelo que le quedaba Pepe, y a mí me esquilaba Abrahám, que además de peluquero era solista en un coro parroquial. Trabajaba un limpiabotas que nos recomendaba probar los cotubillos, gran enigma gastronómico extremeño.
Una mañana llegó a la peluquería un hombre mayor, de buen aspecto y chocante vestimenta. Solicitó los servicios de la manicura y pedicura, y se oyeron murmullos. Don Francisco García Pavón aguardaba turno de peluquero e intercambió muecas de asombro conmigo, que también esperaba mi turno.
Apenas hablé con él, pero fuimos colegas en muecas de asombro, y me consideré un privilegiado.
No se ha hecho justicia con García Pavón. Su saga de Plinio, el guardia municipal de Tomelloso que jamás falló en una investigación criminal, siempre acompañado de su íntimo amigo, el albéitar don Lotario, asiduos a los dos casinos de Tomelloso y la buñolería de la andaluza Rocío, se me antoja prodigiosa. En España se admiraban las novelas policíacas de Agatha Christie, muy inferiores en su calidad literaria a las de Plinio. Sin olvidar sus extraordinarios Cuentos Republicanos. El escenario de Plinio siempre fue Tomelloso, con alguna visita a Madrid, y con nostálgica frecuencia, durante la época de la vendimia, que para los naturales de Tomelloso, Argamasilla, Manzanares, Valdepeñas, Mudela, Almuradiel y el Viso del Marqués, es más que la temporada cumbre del año. Es la vida, en todos sus sentidos, olores y movimientos humanos.
Hoy, don Francisco García Pavón estaría prohibido. Y con don Francisco, Plinio, don Lotario, el cabo Maleza, la mujer de Plinio, su hija Alfonsa y todos sus personajes de Tomelloso. En su breve cuento El huésped de la habitación número cinco se atreve a escribir definiciones que la censura franquista respetaba –don Francisco era un republicano sentimental avergonzado de los desastres de la República–, y que, en la actualidad, le habrían empujado a la querella criminal de unos y de otras.
De la animadora Cecilia González Armentería, de nombre artístico «la Flor de Montmaitre», que volvió locos a los tomelloseros con sus bailes, sus escorzos, y su belleza, y que fue asesinada en su camerino por un romántico despechado y celoso, escribe García Pavón. «Era bastantico zorra. Enamoraba a todos con una facilidad grande, y luego los dejaba 'tiraos'. La mayor parte de las zorras están mal de la cabeza. En eso se parecen a los maricas». Informo a los dirigentes de las diferentes versiones del movimiento «gay» y a las ultrafeministas profesionales que se abstengan de denunciar a don Francisco García Pavón por un delito de odio –¿qué odio?– a las zorras y los maricas. Don Francisco, el gran escritor manchego, natural de Tomelloso, premio Nadal, guionista de cine, y con una cultura horizontal y vertical que hoy no abunda entre los llamados «intelectuales» –Wyoming, Pradera, Alberto San Juan, Guillermo Toledo, Fallarás, Anabel Alonso, Pisarello y todas esas cosas–, falleció en Madrid el 18 de marzo de 1989, cuando ya apuntaban en su tierra las primeras yemas de las viñas, que son yemas muy resistentes a romper, y pasan más de dos semanas a punto de brote para tranquilizar a los agricultores manchegos que han decidido nacer, madurar y dar frutos de nuevo.
Por mucho que la Fiscalía apoye la querella de los intelectuales, y que una juez feminazi decida empapelar a don Francisco, mucho dudo de que éste acuda a la cita. Se fue en Madrid. Era amigo de Antonio Mingote, de Cela, de Umbral y de Antonio López, su paisano, genio de la pintura española. Murió sin descifrar el enigma del cotubillo del limpiabotas del Hotel Velázquez, después de hablar y escribir con plena libertad, acercándose al lenguaje coloquial de su tierra y de la buena calle. Compartí con él muecas de asombro. Me honra recordarlo.
Envidio a los que no han leído las historias de Plinio. Se asombrarán, siempre que puedan hacerse con ellas y se puedan adquirir todavía en las librerías.