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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

El camarero y los mafiosos

Ni siquiera hace falta colarles una cabeza cortada de caballo entre las sábanas para aterrarlos si se ponen chulos

Espectáculo ayer: sobre las tablas de un Senado, más suplencia de circo que de Parlamento. De circo tétrico, sanguinario, sórdido: de circo, más aún de todos los terrores que de todos los ridículos como es lo habitual. En cuya pista central, quien ostenta el título supremo del Poder Ejecutivo rinde público humilde vasallaje a un delincuente prófugo. Y anuncia su propósito de seguir rindiéndoselo: hasta la última gota de su sangre. Como se exige a un siervo.

El Gobierno de España está en venta: y, con él, España. Todo depende del pago. El comprador no importa. Quebradas todas las fronteras morales, el presidente del Gobierno pone en subasta, día a día, su permanencia en Moncloa. No hay sorpresa: se sabía, desde aquella noche en la que anunció haber ganado las elecciones que acababa de perder. Y el precio de llegar a cada final de jornada sin mudar de domicilio lo pagará en rebanadas de Estado: hay unas cuantas y todas son excelsamente apetitosas para los que se han sentado ya a una mesa que no es la del presidio al cual habían sido en firme condenados.

A estas alturas de la legislatura, es de suponer que el camarero que sirve esa mesa habrá hecho ya el cálculo de cuánto tiempo pueden comprar las abundantes raciones en las que dividir la inmensa tarta que es un Estado –cualquier Estado– moderno. Bastantes meses, sin duda. Puede que la cosa dure hasta esos cuatro años con los cuales sueña. Todo depende de dos factores. Sólo. a) El tamaño y el ritmo que el camarero adopte para ir sirviendo a cada comensal lo ya acordado; y b) la voracidad con la que los bulímicos comensales vayan zampando lo que exigen que se les sirva. Queda claro que el camarero aquí no manda. Nada. El camarero es nadie. Mandan los que ponen sobre la mesa los medios para que, al fin de la jornada, el fiel doméstico pueda retornar a los fastos principescos de un palacio prestado con caro avión incluido. Y sentirse un señor, un príncipe.

¡Qué espectáculo, cielo santo! Un camarero castrado: moralmente castrado, por supuesto. Unos clientes bulímicos: financieramente bulímicos, por supuesto. No me avergüenzan los políticos, en cualquier caso. Ni los gánsteres. Son lo que son, y punto. Nada espero de ellos. De ninguno: guapos, feos, cultos, zafios, progresistas o reaccionarios. Me avergüenzo de nosotros. Que asistimos a este infame circo de horrores. Y no decimos nada.

Bajo el mando de un delincuente huido, se consuma una compraventa. Delictiva. Y no nos engañemos: somos nosotros los comprados y vendidos. El camarero que sirve la mesa de los traficantes se exhibe muy halagado. Es imprudente. El pacto de honor más inviolable une entre sí a los mafiosos. Sólo a ellos. No abarca esa protección a los nimios asalariados, a los cuales cualquier gran uomo d’onore desprecia. Los domésticos, que sirven tarta, café y copa a los padrinos, están en lo más bajo de la escala. Ni siquiera hace falta colarles una cabeza cortada de caballo entre las sábanas para aterrarlos si se ponen chulos. Basta tirar de cartera. Pagar el alquiler de un palacio ostentoso al pobre diablo. Dejar que, el pobre, se sueñe gran señor.

Luego, cuando ya la tarta se haya acabado, mandarán a Luca Brasi para darle sus adioses. Con dinosáurica sonrisa e instrumental infalible. Lacónico, Luca Brasi: se acabó el buen café napolitano, de la tarta no queda una migaja, la botella de grappa quedó seca. Madrugada. Closing time: cerramos. Ciao, ciao, Bello… La ciudad, diría Chandler, está llena de camareros muertos.