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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

El mar

Ya han empezado a comparar los pélets con el «Prestige», y ya están dañando la imagen de Galicia y a los gallegos que viven de la pesca, el marisqueo y el turismo

Manuel Rivas, coruñés de 66 años, nacionalista de izquierdas, es un soberbio escritor de cuentos, un buen reportero –aunque un tanto almibarado– y un mediocre novelista. Su visión de Galicia es irreal, como si fuese una mágica Avalón habitada por angélicos elfos. Como sucede con todo el nacionalismo galaico, la economía productiva de las empresas no va con ellos y además se han inventado un mítico pueblo gallego que no existe. De hecho, desprecian e ignoran a los gallegos reales, que resulta que de manera tozuda dan la mayoría absoluta una y otra vez a un partido de derechas y pro español.

Los próceres del nacionalismo político y cultural gustan de expedir carnés de buen y mal gallego. Huelga decir que los malos somos todos los que no comulgamos con sus ideas, a los que nos desprecian con un rictus perdonavidas, nos excluyen de sus saraos culturales y a la mínima nos tachan de «fachas» con una sonrisita displicente.

Se hacen llamar «progresistas», pero si algo los distingue es su alergia al progreso. Cuando se empezó a construir la primera autopista de Galicia se opusieron («es un navajazo a la tierra»). Cuando se abrió una planta de gas en Mugardos se opusieron («defendamos la vida»). Cuando se excavaron los primeros parkings de La Coruña por la visión de Paco Vázquez se opusieron («especulador»). Y cuando Amancio oficia el milagro de levantar desde el ignoto Arteixo la mayor multinacional de moda del mundo y pone el PIB coruñés en órbita, también se oponen («explotador»). Los profetas del «non».

Las famosas bolitas blancas que copan la programación de TVE y las televisiones del régimen –que son casi todas– proceden de unos contenedores caídos en la costa del norte de Portugal, que iban a bordo de un buque de bandera liberiana que operaba para la multinacional danesa Maersk. Han alcanzado playas y rocas de Portugal, Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco. Una pena. Cada año, por desgracia, se pierden centenares de contenedores en las autopistas del mar por donde llegan las mercancías que abastecen nuestras prósperas sociedades. Por eso hay también una playa atestada de pélets en Tarragona, o aparecen en los arenales canarios.

Pero toda esa polución del litoral no llama la atención a la izquierda gobernante. Los único que cuenta e importa son los pélets de Galicia, porque las encuestas dan por descontado que el PP va a revalidar su mayoría absoluta el 18 de febrero y la izquierda se ha agarrado como un clavo ardiendo a una presunta catástrofe medioambiental que atribuyen a la Xunta del PP.

Los pélets se fueron al agua frente a Viana do Castelo (Portugal) el pasado 8 de diciembre. El Gobierno central tienen las competencias. Si tan grave es la situación, Sánchez, la megaecologista Ribera y el ministro de Transporte, Puente, lo tenían fácil: pudieron mandar al instante a las brigadas de limpieza del gigante público Tragsa a sanear las playas gallegas, incluso a unidades de la UME. ¿Y qué hicieron? Nada. Ni siquiera alertaron puntualmente. Se han limitado a armar una campaña política contra la Xunta, porque las elecciones gallegas se les presentan achuchadas.

Volvamos al entrañable poeta riquiño Rivas. Ha publicado en el periódico sanchista madrileño de capital foráneo globalista –accionistas a los que España les da igual, y no digamos ya Galicia– un reportaje donde presenta los pélets, que con cursilería denomina «lágrimas», como el Prestige de la generación actual. Además, contradiciendo lo que sostienen las autoridades, insinúa que son peligrosos para la salud, «lágrimas amargas con un potencial tóxico en los adictivos químicos» (tal vez maneje algún informe secreto de los acreditados laboratorios científicos del BNG).

¿Qué están logrando con su campaña el separatismo gallego, el notable literato y la izquierda política que trabaja para Sánchez y Yolanda? Pues hacerle un gran daño reputacional a Galicia. Los mariscadores, pescadores y hoteleros gallegos están indignados con esta ola de tremendismo, que presenta todo el litoral de Galicia como una mierda y los productos de su mar como mercancías contaminadas. Una vez más, la Galicia real, la que trabaja muy duro y tiene intereses económicos, es despreciada por los nacionalistas y la izquierda, que desde sus torres de marfil maquinan sus estrategias dogmáticas.

Toda mi familia ha vivido desde siempre del mar. Mi padre fue un patrón de pesca de leyenda en el Gran sol, que con su ingenio y su sónar cartografió los bancos de la montaña submarina irlandesa de Porcupine, y más tarde se convirtió en armador. Unos años antes de que yo existiese, siendo él un veinteañero, naufragó y logró salvar a toda su tripulación atándolos a unos tablones en medio de un temporal que los zarandeaba como muñecos. Los reportajes de vates nacionalistas tipo Rivas sobre la vida del mar lo irritaban por su sentimentalismo azucarado y porque despreciaban la parte económica de su trabajo: se va a la mar para ganar dinero y sostener a la familia, no hay más. No son juegos florales, ni sagas nacionalistas de capitanes intrépidos «arando el Atlántico como campesinos».

Cuando yo tenía doce años, en la tarde de un 12 de mayo, me encontraba en mi cole de La Coruña jugando al fútbol con mis compañeros. El cielo se oscureció de repente y gotitas negras comenzaron a tiznarnos las caras. Un petrolero español, el Urquiola, había encallado y explotado en el canal de entrada al puerto tras chocar su casco con una aguja. Vertió cien mil toneladas. Un espanto. Se repitió con otros dos buques, todos con rumbo a la refinería de La Coruña (de la que han vivido miles de familias a lo largo de sesenta años). El 3 de diciembre de 1992, el petrolero Mar Egeo encalló y ardió en los mismísimos bajos del faro romano más antiguo en funcionamiento, la Torre de Hércules. Vertió 67.000 toneladas de peste negra. El 13 de noviembre del 2002, un temporal dejó a la deriva al Prestige, y en lugar de meterlo a puerto de inmediato y vaciarlo lo pasearon por la costa, provocando una marea negra tremenda tras esparcir 77.000 toneladas de fuel.

Todos los gallegos, de cualquier ideología, sufrimos con dolor cada una de las catástrofes medioambientales que han azotado el paraíso natural que es todavía Galicia. Pero me resisto a sucumbir al odio al progreso, el victimismo «chorimicas» y esta politización oportunista de los serios problemas que a veces provoca el inmenso tráfico marino que circula frente a la Costa da Morte.

Unos años después del accidente del Mar Egeo, el periódico local donde trabajaba entonces me propuso un reportaje: bucear hasta el pecio, hacer algunas fotos submarinas y contarlo. Bajé con ayuda de un buzo experto. Nos encontramos con que en el puente de aquel petrolero traidor ahora palpitaba de vida, era el hogar de numerosos peces. El mar se regeneró. Las costas gallegas recuperaron su pureza tras tres dantescos siniestros con hidrocarburos. Salimos adelante. Por eso los gallegos deberíamos darles una metafórica patada en el culo a todos estos cantamañanas híper politizados que están convirtiendo un accidente que se repite por todas las partes del planeta en un show televisivo de zafio guion electoralista (el posado playero de Yolanda Díaz con el cedazo batió récords de ridículo).

Lo ha resumido estupendamente el patrón mayor de Muxía, un hombre curtido que comenzó a andar al mar siendo todavía un rapaz: «No viven en el mundo real. Solo quieren ganar las elecciones con unas bolitas». Amén.