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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Epitafio

Recuerdo, con verdadera amistad, al joven de enorme talento. Desaparecido, hace mucho

D'ailleurs, c’est toujours les autres qui meurent. Epitafio sobre la lápida de Marcel Duchamp en Ruán. «A fin de cuentas, son siempre los otros los que mueren». La ortodoxia epicúrea del supremo sacerdote del surrealismo me volvió en la gris mañana de domingo en la que, apenas despierto, alguien me anuncia la muerte de uno de mis primeros alumnos, allá por los tiempos crepusculares de la dictadura. Yo era un profesor muy joven. La diferencia de edad con él no llegaba, creo, ni a los cuatro años. Pero cuatro años, cuando uno está en los inicios de la veintena, son una eternidad. Nunca pensé recibir la noticia de la muerte de Miguel Barroso. Si algo me pasó alguna vez por la cabeza es la pregunta de si él pensaría algo cuando le llegara la de la mía.

Todos sabemos que en la vida de cada uno de nosotros se anudan muchas vidas. Y que las demasiado visibles impiden acceder a las de verdad importantes. En todas las necrológicas que ayer ocuparon las convenidas páginas de los periódicos, leo lo que jamás me interesó: su perfil de hombre de éxito. Empresarial y político. Esto es: lo perfectamente común; lo que, en todo caso, ni un asomo de semejanza tiene con el hombre joven al que conocí, al que aprecié, al que perdí de vista, porque la vida es un confuso laberinto de pérdidas de vista, de pérdidas a secas; con quien, de vez en cuando, fui topándome luego, al azar, en lugares inesperados y siempre con la más cuidada cortesía. Por ambas partes. Éramos, pienso, los dos lo suficientemente no imbéciles para saber que la política, en el fondo, sólo interesa a los cretinos. Aunque uno acabe, era su caso, por ser beneficiario de ella.

A mí me queda aquel chaval de diecinueve o veinte años que apareció un día por el seminario que yo dictaba entonces en la Facultad de Económicas de la Complutense. El casi adolescente líder de la Organización Comunista Bandera Roja que tanto me divertía tratándome, enojadísimo, de «revisionista» y de socialdemócrata. Con tanto talento. Naturalmente, nos hicimos amigos enseguida. Junto al inmenso José Luis Rodríguez García, mi hermano muerto por la Covid, intentamos montar un primer seminario privado que no acabó por cuajar. Barroso regresó a la Barcelona de la que lo había sacado un traspiés hilarante con la policía política, del cual salió no demasiado malparado. Inició su carrera de éxito en el empresariado periodístico, ganándose los odios de los primeros editores del «Viejo Topo». Cuando volvió a Madrid, lo hizo como ejecutivo ascendente en el PSOE de la mano de un ministro de Educación que también estaba dotado para mejor destino que el de ser ministro. Pero la vulgaridad tienta. A todos.

Lo de después –sus encuentros y desencuentros con los amos de la prensa nacional, sus sucesivos cargos, su función de única neurona en la huera cabeza de Zapatero, de su sucesor luego…–, no me interesa lo más mínimo. Recuerdo, con verdadera amistad, al joven de enorme talento. Desaparecido, hace mucho. Al joven que hubiera podido dejar tras sí una obra. No la dejó. ¡Qué despilfarro! «A fin de cuentas, son siempre los otros los que mueren».