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Perro come perroAntonio R. Naranjo

No se haga usted empresario, imbécil

Ya se encargan Sánchez, Yoli y Montero del tema del trabajo, con la impagable ayuda de UGT y CCOO

Hay oficios duros, desagradables y peligrosos que no se le escapan a nadie. Todo el reconocimiento, pues, para los desatacadores de arquetas de aguas fecales, los testadores de olores fétidos o los community manager de Yolanda Díaz u Óscar Puente. Lo suyo no está pagado.

Pero ninguno supera al peor de todos ellos. Ni el más horrible que pudieran pensar con su fantástica imaginación: redactor de excusas de Pedro Sánchez; captador de maleteros de Puigdemont; mariscadora discontinua de Yoli o pacifista de ETA, todos ellos muy de moda pero sin epígrafe propio en la Seguridad Social que les permita aspirar a una pensión digna.

Y sin embargo, ninguno llega a la dureza de uno de ellos, que pasa desapercibido en la inmensa maraña de liberados sindicales o políticos que deciden el futuro del país con la misma diligencia que tendría un borracho como director de la DGT: el pequeño empresario.

En España se habla de la empresa como si todas estuvieran en el IBEX, especialmente desde altares políticos cuyos inquilinos, tras darse ese gustazo, exploran a fondo las prestaciones de las afamadas puertas giratorias para acabar en una de esas firmas del IBEX.

En realidad, son tan escasas como el sentido común en el Consejo de Ministros, y su impacto en la creación de empleo y los ingresos fiscales del Estado es limitado: las pequeñas y medianas asumen en torno al 75 % de los puestos de trabajo de España y no muy lejos del 90 % de su recaudación impositiva, si incluimos en ese apartado a ese héroe moderno llamado autónomo, incapaz de enfermar por mucha kriptonita confiscatoria que le envíe el Lex Luthor de Hacienda.

Tenemos un problema de tamaño, que importa en un mercado globalizado que no espera a nadie embarrado en sus cuitas locales de cualquier tipo: si no cuidas el idioma español, el inglés lo arrasará; si te empeñas en discutir sobre tu organización territorial, te adelantarán Polonia, Portugal y todos los países emergentes; y si eres diminuto porque operas bajo un yugo estatalista normativo y tributario, acabarás aplastado por las grandes corporaciones de otras latitudes.

En España, si lo juntamos todo, se llega a una conclusión: no se puede ser empresario. No se debe serlo. Es una locura kamikaze, un sinsentido en el que incurren unos cuantos suicidas aún, pese a las evidencias de que saldrá mal: hoy existen 50.000 empresas menos que cuando llegó Pedro Sánchez, que debería conocer un poco mejor el sector por las experiencias de su suegro y de su padre.

Los costes laborales han subido hasta un 54 % en estos años, para satisfacción del Estado básicamente: la empresa paga mucho más por un contrato, pero al contratado apenas le llega un porcentaje mínimo, barrido luego por el incremento del IRPF y la subida de los precios.

Solo hace caja Hacienda cuando la frívola de Trabajo y buscadora de zamburiñas y péllets a tiempo parcial decide imponer otra subida del SMI para tapar su fracaso contra Podemos.

No sea empresario: si le va bien le esquilmarán, con las más variopintas excusas de politiquillos sin cotizaciones en la vida real y de sindicalistas cuyo último trabajo serio se les remuneró en maravedíes. Y si les va mal, les perseguirán, les acusarán, les señalarán y les torturarán en público; con la misma piedad del león con la gacela en la llanura del Serengueti.

Alguien tendrá que contarnos algún día, si tiene a bien, de qué van a vivir nuestros hijos y nietos. Ahora la fórmula está clara: quitarle casi todo a una mitad productiva para mantener a la otra mitad sedentaria, criminalizando a la primera para que la segunda vote correctamente.

Pero una vez hayan secado ese pozo, que no es eterno, no está nada claro de dónde sacar el agua. Y aunque la idea de que todo el mundo sea líder de UGT o CCOO es tentadora, no parece del todo viable si, al otro lado, no hay un humilde empresario pagando la factura entre escupitajos de sus conmovedores parásitos.