Serófobo y tránsfobo
Usted también sufre odiosas fobias antiprogresistas y no lo sabe. Hagamos terapia juntos
A Ussía y Ventoso, mitos eróticos de Xavier Fortes
Usted no lo sabe, pero es un serófobo y un tránsfobo de tomo y lomo. Se levanta cada día para ir a trabajar, cuida a su familia, no se mete con nadie, cumple lo mejor que sabe con sus obligaciones y hace lo que puede para ser razonablemente feliz, pese a las brumas de una crisis nacional y otra geopolítica que tambalea un mundo que ya no controla.
Y sin embargo, pese a que no hace nada, es serófobo, tránsfobo y algo más. Yo también, y no era consciente. Lo he descubierto esta semana en televisión, en el programa En boca de todos que presenta mi amigo Nacho Abad y produce para Cuatro la empresa Mandarina, cuyo nombre fue suficiente para que aceptara colaborar con ellos por razones de elemental complicidad cítrica. Y para que nadie me acusara de ser «mandarinófobo». Que nunca se sabe.
El caso es que en esa casa defendí que, si alguien padecía VIH o había desarrollado el Sida y quería intimar conmigo, algo cada vez más improbable cuando uno ya le ha dado la vuelta al jamón, querría saberlo. No para estigmatizarle, ni mucho menos para contárselo a nadie. Para saberlo yo y decidir, con todo respeto, si me apetecía o no profundizar en el previsible lance posterior.
Pues eso, al parecer, es serófobo, y así lo han dicho algunos activistas hiperventilados en esos garitos nocturnos de carretera que algunos llaman «redes sociales». Por lo visto, todo lo que no sea acostarse con alguien que te esconde una condición potencialmente peligrosa para tu salud, siquiera en el subconsciente, es fobia. Por lo visto ahora hay que explicar lo que se explica simplemente con un no, si el receptor del «no» es gordo, bajo, trans o como yo, ya puestos.
También lo es rechazar, en el programa de mi querida Sonsoles Ónega en Antena 3, que un militar llamado Paco, que se cambió a mujer en el registro civil pero sigue llamándose Paco, comportándose como Paco, teniendo el mismo aspecto que Paco y gustándole las mismas cosas que a Paco, tenga derecho a dormir con las soldados ni a competir deportivamente con otras mujeres ni a ser una de ellas.
Vamos, que es tan mujer como yo bailarina del Bolshói, jugadora de la selección brasileña de vóley playa o top model de la pasarela Cibeles. Pues bien, eso es transfobia: ver a Paco intentando engañar a todo el mundo es casi delito de odio, que iría combinada con serofobia si tuviera VIH y no se dejara servidor ponerse mirando a Cuenca, trufado además de homofobia si el susodicho se dijera lesbiana, porque le siguieran gustando las chicas, y con xenofobia si fuera guineano, que no es el caso.
También antes fue algofobia, porque no recuerdo en este caso la razón de mi supuesto odio a algo, decir que, aun siendo muy partidario de la exhibición de pechos como método de protesta femenina (no soy tetófobo aún, y Dios me libre), quizá el exceso de alguna obedecía a un intento de promocionar con gestos lo que no lograba con gorgoritos.
Lo curioso es que la única fobia visible y masiva, la gilipollofobia, no tiene coro ni fundación ni Secretaría de Estado que la persiga, identificándose con una causa que sí les incluye y define de manera inapelable.
Y más sorprendente todavía es que no legislen al respecto quienes sí lo hacen a favor de víctimas inexistentes de ataques ficticios. Todos ellos juntos, legisladores y víctimas, tienen ahí una lucha pendiente, heroica.
Porque es inaudito que los gilipollas no puedan serlo, de manera libre y plena, sin que vengamos aquí los tontofóbicos a arruinar sus vidas con nuestras limitaciones y prejuicios. Ya están tardando en crear el Observatorio de Imbéciles a Jornada Completa. Y si Sumar quiere hacer las paces con Podemos, que ponga a la gran Irene Montero al frente.