El regalo más hermoso
Muchos de los regalos de infancia que aún hoy conservamos y por los que sentimos un mayor aprecio, costaron en su momento muy poco dinero o incluso tal vez nada
Los regalos forman parte inseparable de nuestras vidas casi desde el momento mismo de nuestra llegada al mundo. Nosotros mismos, al nacer, solemos traer un pan debajo del brazo, o eso he oído decir al menos, aunque supongo que debe de ser un pan muy pequeñito. En justa reciprocidad, nuestros padres y nuestros familiares más directos suelen hacernos todo tipo de obsequios ya desde nuestros primeros días de vida.
Apenas dos o tres meses después de nuestro nacimiento, empezamos a ver cómo nuestra cuna se va llenando con algo muy parecido a un pequeño zoológico de animales de peluche, junto con sonajeros de todos los colores y un completo surtido de juguetes educativos. En esa primera época, el único hecho remarcable a nivel de agasajos quizás sea que todo el mundo parece tener la extraña y reiterada costumbre de comprarnos los pijamas, los jerséis o los patucos varias tallas por encima de lo que, en principio, sería estrictamente necesario o aconsejable.
Un poco más adelante en el tiempo, normalmente antes de que cumplamos el primer año de edad, es posible que también nos hagan regalos unos seres que, en sentido estricto, no forman parte de nuestro círculo familiar más próximo o cercano. De ese modo, cuando por ejemplo se nos cae un diente, un ratoncito llamado Pérez o nuestro ángel de la guarda dejan debajo de la almohada una pequeña bolsa con caramelos o bombones.
Paralelamente, entran también entonces por vez primera en nuestras vidas los Reyes Magos, Santa Claus o Papá Noel, que a partir de ese momento suelen visitarnos año tras año de manera ininterrumpida. Es cierto que desde hace ya algunas décadas hay hogares en los que se presentan todos ellos de manera paulatina y ordenada, entre el 24 de diciembre y el 5 de enero, pero en mi caso sólo me han cumplimentado desde niño Melchor, Gaspar y Baltasar. Esa exclusividad supuso en alguna ocasión, no lo niego, alguna pequeña decepción infantil, en especial al abrir mi regalo y ver que no se correspondía del todo con el que yo había pedido en mi carta.
La cosa no acabó de mejorar al llegar a la adolescencia ni tampoco al entrar en la edad adulta. De hecho, puedo confirmarles que en estos últimos años aquella lejana sensación de leve desencanto que sentía a veces en la madrugada de cada 6 de enero se ha ido repitiendo con una cierta frecuencia conforme me he ido haciendo mayor, aunque también es verdad que mi desilusión en estos casos concretos se ha visto visiblemente aminorada cuando he recibido de otros «magos» muy especiales –mis jefes en cada periódico– algún obsequio en forma de lote navideño, de gratificación, de dádiva o de aguinaldo.
Curiosamente, para mis tatarabuelos mallorquines el término «aguinaldo» tenía también una segunda significación, hoy desaparecida, pues venía a ser el equivalente de las actuales postales navideñas. Así lo recoge el bibliófilo isleño Luis Alemany Vich en su delicioso libro Pequeña historia de la felicitación navideña. «El aguinaldo, que tal es el nombre que pronto se dio a las felicitaciones navideñas, aparece en Mallorca a mediados del pasado siglo –en referencia al XIX–; localizado al principio, en el del sereno, el barbero, el repartidor de periódicos y el cartero», escribe Alemany Vich.
Ese tipo concreto de aguinaldo se iría extendiendo rápidamente, por lo que en diciembre lo repartían también el operario de la limpieza, el limpiabotas, el mozo del café, el acomodador del teatro, el criado del casino y muchos otros trabajadores, que además recordaban con poéticas quintillas y cuartetas los servicios prestados. Así lo explicaba entonces con sutil ironía el gran escritor y periodista Miguel de los Santos Oliver: «Y en los gastos extraordinarios de esta mesada tenéis que añadir una partida de consideración para hacer comer barquillos y turrones a esta taringa de servidores improvisados que os han salvado la vida durante los restantes once meses».
Lo único que seguramente no ha cambiado desde los tiempos de nuestros tatarabuelos es que diciembre y enero siguen siendo los dos meses en que se hacen más regalos. Algunos de esos obsequios se mantienen, además, en lo más alto del listado de presentes navideños clásicos que se reciben de manera inevitable desde hace ya varias generaciones, a pesar de no despertar casi nunca un excesivo entusiasmo.
En ese sentido, hay que reconocer que como mucho sentimos una pasión comedida o un arrebatamiento contenido cuando recibimos, entre otras posibles opciones, una cajita con una botellita de after shave y otra de colonia, unas pantuflas de fieltro, un batín de algodón, una figurita de porcelana de imitación, unos calcetines sintéticos o una corbata con el nudo ya preparado, para poder ir con ella de manera inmediata casi a cualquier evento. Decía el maestro Mariano José de Larra, aunque seguramente sin pensar en Papá Noel o en los Reyes Magos, que para conservar amigos en este mundo es preciso tener el valor de aceptar sus obsequios.
Una penúltima y sugerente circunstancia a reseñar sería que, a veces, muchos de los regalos de infancia que aún hoy conservamos y por los que sentimos un mayor aprecio, costaron en su momento muy poco dinero o incluso tal vez nada. Pienso ahora en algún disco antiguo de vinilo, un mecano, una caja de canicas, unos cuentos ilustrados, una carta que nos enviaron desde ultramar o un poema de amor que nuestra primera novia nos escribió con letra un poco temblorosa.
Y hay asimismo otros regalos que, careciendo –o casi– de soporte físico, también guardamos o preservamos con sumo cuidado desde hace ya mucho tiempo, aunque en este caso sólo sea posible hacerlo en nuestra memoria, como por ejemplo unas palabras de ánimo que alguien nos dijo cuando más lo necesitábamos, una ráfaga de aire frío, un gesto de ternura, un rayo de sol deslizándose a través de un cielo nublado, la observación de un paisaje otoñal, un mensaje afectuoso y cálido grabado en el contestador o el instante en el que por primera vez presentimos que el amor que sentíamos por alguien era correspondido. Entre todos esos dones estaría también, por supuesto, el de nuestra propia vida. El regalo más hermoso. El más misterioso y enigmático. Y el más frágil.
- Josep María Aguiló es periodista