Reverendo Jones en Podemos
Díaz ha apostado por exterminar a la secta cuyo pastoreo Iglesias encomendara a Montero y Belarra
En Galicia, la secta peronista que responde al nombre de «Podemos» procederá a su suicidio. Colectivo. No es nada nuevo. Desde la oblación del Reverendo Jones y sus fieles en Guyana –corría el año 1978–, los sectarios que ofrendan vida –918 «mártires», en aquel caso– a la mayor gloria del guía que había de conducirlos a los cielos son una constante en tiempos donde impera el axioma que divertía tanto a Chesterton: «Lo malo de dejar de creer en Dios, es que uno acaba por creer en cualquier cosa». Y hay que decir que lo de creer en la sombra chinesca de una coleta del jefe sobre una papeleta de voto, no le queda muy atrás a la devoción suicida en el líder del letal «Templo del Pueblo».
Las sectas siguen un trayecto muy tasado. Irrumpen en condiciones de desesperación o desaliento. Invisten de inspiración sagrada a un Sumo Sacerdote que se da como lazo con la trascendencia y que, a través de ese deífico vínculo, garantiza a sus devotos un sacrificial camino de perfección para acceder al cielo. A partir de ese punto, las sectas se bifurcan: el cielo prometido estará más allá de lo terráqueo o bien en lo más profundo de este mundo nuestro. En cualquiera de las dos opciones, la obediencia a los deseos del Supremo garantizará la salvación del rebaño: ya sea Aquí o Allá. Y, en el camino, todos los beneficios revertirán sobre el Jefe, quien como soporte del absoluto administra los bienes de su grey. El Profeta –armado o desarmado, por hacer uso del tópico de Deutscher– alcanza entonces la plenitud de su magnificencia. Los problemas comienzan. Como en el cómic de Goscinny, aparecen los visires que aspiran a «ser califas en el lugar del Califa». A gozar de residencia palaciega al modo del Profeta y su prole. Y la secta termina en rebatiña callejera a punta de navaja. A no ser que el Ungido tenga la astucia de aquel Reverendo Jones en Guyana: «suicidar» a todos sus fieles, antes de que a todos sus fieles se les pasara por la cabeza la posibilidad de «suicidarlo» a él y transmutarse en Reverendos en el lugar del Reverendo.
La familia Iglesias tiene poco horizonte. Político. Ninguno, en lo que a Galicia se refiere. Allí, electoralmente, están muertos. En prefiguración de la muerte que los aguarda en el resto del país. La Vicaria, a la cual el Hombre Providencial otorgó plenos poderes cuando se enrabietó hace casi ya tres años, ha apostado por liquidarlo y sentarse en su trono. Como en el cómic de Goscinny, busca hacer «Iznogoud» con el Califa; pero, ésta vez, en bien hecho. Yolanda Díaz, a quien una decisión enigmática de Iglesias cedió la totalidad de sus poderes institucionales, decidió ser Califa desde el primer día. Y crear su propia secta. Pasados dos años y medio, de la secta iglesiana quedan apenas escombros. La secta yolandista ha engordado, zampándose lo que de la otra era digerible. Se acabó el juego. Y, tras las últimas elecciones generales, la Sacerdotisa dictó el sacrificio final de los aún fieles al Reverendo caído: el que ahora se ejecuta. Parecía una óptima estrategia. Casi piadosa. Matar a los ya moribundos. Ése fue su fallo. Puede pagarlo caro.
Al gran Sun-Zi debemos el más sutil análisis de esas situaciones militares en la que un ejército sabe vencido sin remedio a su adversario. La primera tentación es, desde luego, cerrarle todas las salidas y proceder a su exterminio, hasta el último hombre. Es una mala estrategia, establece el autor de los Trece libros sobre el arte de la guerra. A los soldados que han perdido toda esperanza de sobrevivir, sólo les quedará ya combatir hasta una muerte a la que se saben inevitablemente condenados. Y, ya que la muerte es segura, pueden al menos permitirse el gustazo de llevarse a unos cuantos –los más posibles– de sus victoriosos enemigos por delante. El coste de la victoria será entonces tan duro que casi equivaldrá al de una derrota. La primera disposición, concluye Sun-Zi, de un general inteligente ante un enemigo vencido es dejarle abierta alguna vía de huida: el derrotado quedará igualmente deshecho y al vencedor le saldrá gratis.
Díaz ha apostado por exterminar a la secta cuyo pastoreo Iglesias encomendara a Montero y Belarra. La sed de venganza ha podido con la lógica política. Matará, seguro, a un ejército de ya muertos. Y pagará por ese placer un precio. Letal para su propia cofradía. Así, es la lógica inexorable de las sectas.