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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El Almohadón Indecente

Álvaro fue objeto de toda serte de homenajes por parte de sus hermanos. Nadie como él supo manejar el Almohadón Indecente

Tengo para mí que los tres inventos más beneficiosos para la humanidad en el siglo XX han sido, con similar importancia, el aire acondicionado, el mechero Zippo de gasolina y el Almohadón Indecente que se despachaba en la tienda de bromas, engañifas y máscaras «Vicente Rico», sita en la calle del Conde de Aranda, vena a la izquierda de la artería de Serrano, muy cercana a la plaza de la Independencia con su maravillosa Puerta de Alcalá. Posteriormente han invadido el mercado toda suerte de copias y variaciones, pero como el original, ninguno. En los años sesenta su precio oscilaba entre las 25 y las 30 pesetas, y en todos los hogares que se preciaban de serlo, se almacenaba alguna docena de ejemplares. El Almohadón Indecente era de caucho rosáceo –para los cursis, rosáceo rosicler– y su manejo era sencillo, si bien el uso magistral estaba en manos de muy pocos privilegiados. Entre éstos, mi hermano menor, Álvaro, que los preparaba y situaba con un alarde de imposible superación. El Almohadón Indecente – rindo tributo de eterno agradecimiento a su inventor desconocido– era un globo de caucho, que inflado con maestría, se colocaba bajo los almohadones –de ahí su denominación– de cualquier sofá o butaca, de tal modo que el pitorro quedara a la vista, pero perfectamente camuflado.Al tomar asiento el invitado de turno, y como consecuencia de la presión ejercida por el trasero del visitante sobre el objeto en cuestión, sonaba una pedorreta al gusto del bromista. O escalofriante o blanda, o sostenida o breve. La versión blanda-breve era la más difícil de obtener, y asimismo, la más celebrada.

Representando el menguado –que un día fue muy abundante– accionariado de la familia Ussía en el Banco Central, mi padre era consejero del mismo y miembro de la Comisión Permanente. Fue operado de urgencia de una obstrucción del colédoco, y el período posterior a la intervención fue tan largo como doloroso. Y un día, mi madre, que tenía un enorme sentido del humor y conocía a sus hijos, nos reunió. «Mañana por la tarde vienen a visitar a vuestro padre el presidente del Banco Central, Ignacio Villalonga, y Carmen, su mujer. No hace falta que os recuerde cómo os tenéis que comportar». Los seis hermanos pequeños, a saber Ignacio (+), Jaime, Alfonso, Javier, Gonzalo y Álvaro (+) guardábamos en nuestros armarios almohadones indecentes. Y bastó una mirada para intuir que Álvaro se la iba a jugar al presidente del Banco Central. Cuanto más importante y respetable era el visitante –la visita–, mayor gloria adquiría la culminación de la broma.

Nuestra madre se sentaba siempre en la misma butaca, entre dos sofás. El sofá de la izquierda era el más adecuado para provocar la fuga sonora. Llegaron los Villalonga. Don Ignacio era pequeño, con unos ojos de listeza que taladraban, y bastante simpático para ser el presidente de un gran banco, como el Central. Su mujer, doña Carmen Jáudenes, era más grande, casi robusta, y muy amable. Nuestra madre no se pudo quejar porque les saludamos de dulce. Y se dirigieron al cuarto donde nuestro padre yacía. Colocamos estratégicamente dos almohadones indecentes, a izquierda y derecha de la butaca de nuestra madre. Sabíamos, que después de despedir y desearle toda suerte de bondades médicas a nuestro padre, se tomarían una copa en el salón. Y así fue.

Barca

Todos en pie, en señal de respeto. Nuestra madre se sentó. Y en la punta de cada sofá colindante a su butaca, él y ella. Él, uno de los hombres más importantes, poderosos e influyentes de España. Ella, la mujer de uno de los hombres más importantes, poderosos e influyentes de España.

Él se sentó, y se oyó una pedorreta blanda y breve.

Ella todavía en pie, reaccionó: «¡Ignacio! ¡Eso no se hace!»

Él, como toda persona importantísima, aunque algo apurado, disimuló y comentó la buena impresión que le había causado nuestro padre.

Ella, después de regañar a su marido, con rotundidad, se sentó en el otro sofá, mientras nuestra madre se requebrajaba por dentro de risa.

Al sentarse ella, el estrépito resultó indescriptble.

Dos gorriones que tonteaban en el ventanal, volaron atemorizados.

Y al oir la volcánica explosión de su mujer, don Ignacio exclamó.

–¡Carmen! Lo tuyo sí que ha sido gordo.

Nuestro padre se enteró más de un año más tarde. Era un vasco parco en palabras y muy elegante ante las situaciones adversas.

–Me extrañó, que el primer día que pude asistir a la Comisión Permanente, Ignacio estuvo bastante antipático conmigo.

Álvaro fue objeto de toda serte de homenajes por parte de sus hermanos. Nadie como él supo manejar el Almohadón Indecente. Y nuestro padre, que estaba a punto de ser nombrado vicepresidente del Banco Central, se quedó sin nombramiento.

Pero cuando le detallábamos las escenas de las pedorretas de los Villalonga, muy a su manera, se doblaba de risa.

Inolvidable momento. Pequeña y breve historia de la Historia de España.

A ver quién se atreve hoy en día a lo mismo.