Disminuidos prescindibles
La ausencia casi total de niños disminuidos es la imagen de una sociedad débil, cobarde y egoísta
Al Gobierno le preocupa que a los disminuidos los llamemos disminuidos. A otros les preocupa que a las personas que tienen una discapacidad –que no capacidad diferente– los llamemos discapacitados. Como si el hecho de cambiar el adjetivo cambiara la realidad de los hechos.
Quien tenga un problema, cuanto antes lo conozca mejor, para que pueda hacerle frente, aceptarlo y atenuar sus efectos, si es posible. Si alguien le dice que la vida es de color de rosa y que esa discapacidad lo hará supercuqui solo conseguirá que el batacazo le duela más aunque sea de colorines.
Publicaba Ignacio Maristany una carta al director en La Vanguardia donde, con mucho tino, decía: «No es que me encante la palabra disminuido, pero es una palabra con un significado real. […] Mi hijo es sordo, sabe que tiene una disminución auditiva y es feliz. Y lo es aun sabiendo que no es ningún superhéroe».
A los padres de niños disminuidos les preocupan sus hijos, al Gobierno lo que parece preocuparle es la gramática. Y esto los convierte en hombres nada disminuidos pero sí muy incapacitados para gobernar.
A nadie se le escapa lo absurdo de esta ley que, según algunos estudios, quedará obsoleta en 2050 cuando ya no nazcan en nuestro país niños con discapacidades.
En España nacen al año alrededor de trescientos mil niños (doscientos mil menos que en 2014). Por estadística, aproximadamente unos seis mil tendrían que padecer síndrome de Down, pero apenas son ciento cincuenta los que nacen con dicho síndrome.
Todos saben lo que ocurre con el resto. En Islandia ya no nace ni uno, porque los pasan a todos por la picadora de carne.
Y esto solo con los bebés que tienen síndrome de Down. Podríamos hacer el mismo estudio con el resto de disminuidos y advertiríamos que estamos fabricando la generación del futuro: hijos sanos y fuertes y padres débiles con el corazón enfermo.
Amenazan tanto nuestra comodidad que procuramos acabar con ellos antes de que aspiren la primera bocanada de aire (y si hace falta los dejamos morir ahogados en una camilla ante la mirada indiferente de un médico y de unos padres que no soportan el presente y se ponen a imaginar un futuro de libertad sin vínculos ni decencia).
Y cuando por error nace uno, ya sea porque tiene unos padres generosos, confiados, ejemplares o rebosantes de amor, entonces el miedo nos sale de nuevo al encuentro, y necesitamos cambiar el nombre a esa realidad porque nos recuerda que somos una generación bárbara y cruel que sacrifica a los que amenazan nuestro bienestar.
Cada niño disminuido que nace en una familia feliz les está recordando a otras muchas que han asesinado vilmente a sus hijos. La ausencia casi total de niños disminuidos es la imagen de una sociedad débil, cobarde y egoísta. Por el contrario, el niño disminuido que juega y corre en nuestros parques es motivo de gran esperanza.