Todos a la calle, ya
Nos mira la historia a todos y, antes de que la cambien, hay que salvarla desde la democracia y el civismo
Todo lo que ocurre en España es escandaloso, perjudicial, infame e injusto, sin ninguna excepción a simple vista. Cada bochorno es superado por otro, o combinado, en las áreas y disciplinas más dispares que, al juntarse, conforman un proyecto final sustentado en la ignorancia, la imposición y la ingeniería social.
Un día irrumpe un ministro anunciando que la cultura se dirigirá desde las premisas de la leyenda negra española y la promoción del bable o el aragonés.
Otro lo mejora una vicepresidenta, subiendo por decreto los salarios y recortando las jornadas laborales, como si España fuera un koljós y su desarrollo dependiera de planes quinquenales soviéticos.
Y uno más responde al hundimiento educativo, tan rentable para ciertas políticas asistencialistas como la pobreza, apostando por incrementar las matemáticas «socioafectivas», y que no me entere que esa hipotenusa pasa hambre.
El contagio se extiende a un socio de los anteriores, presidente de una autonomía insurgente, anunciando que a la ya delirante ley trans nacional le añadirá un desvarío nuevo, según el cual la autodeterminación de género podrá ejercitarse en toda la Administración sin necesidad de registro previo y con una fórmula innovadora: los días pares podrás exigir que te llamen Mariano, y los impares Conchita, o la inversa.
Y su primo vasco, fulminado por no ser lo suficientemente bruto para los parámetros peneuvistas, remata el sindiós exigiendo que el euskera sea el idioma preferente para las empresas por su futuro y vitalidad, en pleno declive del español como lengua económica y científica por el poderío del inglés y la agresión doméstica a nuestra propia lengua.
Todo es una locura impropia de un país maduro, de una sociedad sana y de unos poderes públicos decentes que responde, ahora ya sin frenos, a la implantación de un universo distópico que pretende regular cada rincón de la intimidad y de la vida en comunidad, con unas normas desquiciadas que borran las fronteras naturales y culturales del ser humano y levantan unas aduanas artificiales castrantes y totalitarias.
Ahí es donde hay que ubicar el penúltimo salto, con la invención del concepto que los resume todos: el terrorismo humanitario de Sánchez, según el cual las barbaridades violentas perpetradas por encapuchados en Cataluña, jaleadas por los representantes autonómicos del Estado en la región, son menos graves que hacerle una piñata a Pinocho en Ferraz o sugerir, con una torpe metáfora, que los días políticos de Sánchez terminarán como los de Mussolini, colgado por los pies.
No estamos solo ante un desafío efímero al sentido común y las reglas del juego para, durante un pequeño tiempo, intercambiar obscenos favores a unos delincuentes a cambio de retener un poder espurio, que también. La consecuencia inevitable de aceptar ese camino es recorrerlo hasta el final, para borrar las huellas del crimen y suplantar el régimen vigente por otro que, a la fuerza, tape todos los excesos y naturalice la «nueva realidad».
Claro que es un golpe de Estado y Sánchez es un golpista sobrevenido, capaz de cualquier cosa para mantener la apariencia de demócrata. Pero la pregunta es qué vamos a hacer nosotros, junto a los restos de un Estado de derecho que va a sobrevivir y actuar con la energía necesaria, para frenar esta guerra moderna, sin bombas y por decreto.
A todos nos mira un poco la historia y debemos estar a la altura, sin perder la compostura y entendiendo que la democracia solo se salva desde la democracia. Llenar las calles, las veces que haga falta, y que esa voz cívica, resistente e insobornable se escuche ya no es una opción. Es una obligación, casi a vida o muerte.