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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

¡Ardan los museos!

Desguacemos el Prado, retornemos a la inocente barbarie. Orden ministerial: ¡ardan los Museos!

Actualizada 01:30

«Un crucifijo románico no era en primer lugar una escultura, la Madonna de Cimabue no era un cuadro, ni siquiera la Palas Atenea de Fidias fue primero una estatua…» André Malraux, en sus Voces del silencio, hace arrancar de esa constatación la más bella meditación museística del siglo XX. El museo es un artificio muy reciente –«algo menos de dos siglos», escribe–, que opera la puesta en marcha de un extraño artificio: la agrupación, por encima de diversidades geográficas, religiosas, intelectivas incluso, de todo aquello en lo cual nos es posible reconocer lo que hay de universal en el intelecto humano, aquello por lo cual no somos parte sólo del rebaño de las bestias. El museo se erige así, a finales del siglo dieciocho, como un nuevo espacio catedralicio. Y alza los únicos templos que ha sido capaz de elevar el mundo contemporáneo. Y de mantener en pie. Hasta que llegó un tal Urtasun.

La barbarie tiene la piel muy dura. Lo bastante como para que un apoteósico indocumentado, con sueldo y cargo de ministro, acometa la apuesta bestial de reducir lo que el museo guarda a sus triviales anécdotas: nacionales, políticas, históricas… Y a ignorar lo único de verdad importante: que cuando una obra de arte es verdaderamente grande, no posee patria, ni propietario, ni siquiera autor. Que la obra sobrepasa infinitamente a los míseros humanos que la gestionaron y que una obra maestra es sólo patrimonio de ese milagro de la inteligencia sin fronteras que permite al animal hablante no verse condenado a su herencia animal.

Claro que, en esos templos del espíritu –en el Prado como en el Louvre, como en el Hermitage, como en el British Museum–, se almacenan obras que no fueron pensadas para tales espacios. Ninguna de ellas, en rigor, lo fue. No sólo, ni siquiera fundamentalmente, porque hayan llegado hasta allí venidas desde tierras y culturas muy lejanas y en las cuales la mayor parte de ellas jamás hubiera sobrevivido. No, no es sólo la traslación geográfica lo que hace la rara y fascinante «monstruosidad» del museo. Es su desplazamiento simbólico.

¿Qué hubiera sido, en sus respectivos lugares y tiempos de nacimiento, la cohabitación espacial de un Cristo gótico y una Afrodita griega? Una blasfemia. El museo los subsume bajo la autoridad de una sacralidad y una liturgia nuevas: y los trueca en momentos consagratorios del espíritu humano. El arte ha sido, durante los dos últimos siglos, el último refugio de la trascendencia: una universal religión que soñó abrigar toda expresión del absoluto y acogerla en esa emulación de las grandes basílicas que iban a ser los museos. Si la lógica del ministro de Sánchez llegara a ser aplicada, ni una sola obra de origen religioso podría, en rigor, permanecer en el Museo del Prado. Ni en ningún museo. Sólo en sus respectivos lugares de culto. Los museos serían sólo un depósito de polvo. Ese desierto profetiza un bárbaro con poderes ministeriales.

Y la barbarie que el ministro Urtasun anuncia no va a destruir sólo almacenes prodigiosos de belleza. Aspira a aniquilar la última aspiración del hombre moderno a despojarse de la bestia. «Es bello» –cerraba su solemne meditación Malraux– «que el animal que sabe que debe morir, arranque a la ironía de las nebulosas el canto de las constelaciones y que lo lance al azar de los siglos, a los cuales impondrá palabras desconocidas. En la noche en la que Rembrandt sigue dibujando, todas las Sombras ilustres… siguen con su mirada la mano vacilante que prepara su supervivencia o su nuevo sueño». Eso es el museo.

Urtasun nada sabe de supervivencias. Anda muy ocupado por edificantes cuestiones acerca de sexos, géneros, colonias, imperios extintos… Dicta: desguacemos el Prado, retornemos a la inocente barbarie. Orden ministerial: ¡ardan los Museos!

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