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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Un país crecientemente tontolaba

Cada día se agolpan noticias insólitas, hechos absurdos que prueban que en España ya no se estila el sentido común

Quim Durán Pradas es un jeta que vive en Canovés, pueblo de unos tres mil vecinos 48 kilómetros al norte de Barcelona. Está en el final de la cuarentena y es aficionado a las carreras de montaña, en las que siempre ha competido como lo que es: un gachó, un fulano, un tío. Un hombre, vaya. Hasta que llegó una competición celebrada el pasado 23 de diciembre, una cronoescalada de 3,8 kilómetros, en la que el premio era un jamón. Como la inscripción masculina ya estaba completa, Quim se anotó como tía bajo el nombre de Quima. Y allá se fue monte arriba, con un pañuelo de colores en la cabeza, una coleta y un buen barniz de maquillaje sobre su faz de hormigón armado.

En el cómputo total de la carrera acabó en el puesto 55. Pero dado que para la ocasión se había convertido en una mujer, resulta que logró el primer puesto en la categoría femenina, superando a la primera señora real, una tal Laia. En la meta se armó un follón. La organización veía lo evidente: todo aquello del hombre-mujer era una farsa, un esperpento. Pero Quim, ahora Quima, comenzó a amenazarles con denunciar el caso como una clarísima discriminación de género. Los organizadores se amedrentaron, porque en estos tiempos de corrección política hay que tentarse mucho la ropa, y adoptaron una solución salomónica: Quima-Quim se quedaba con el jamón y Laia subía al podio.

El protagonista de este astracán hace ahora bolos televisivos en las grandes cadenas del duopolio. En una entrevista con Susanna Griso explica que él se siente hombre «en mi parte diaria y cuando estoy con mis niños», pero «en mis momentos de ocio, o cuando entro en contacto con la naturaleza, me siento mujer». Quim tiene lo que –estúpidamente– se denomina «sexo fluido», personas cuyo género va cambiando como si fuese las luces de un semáforo.

Toda esta coña no tendría más interés si no fuese porque forma parte de una serie de absurdos que se agolpan cada día en los informativos. España se está convirtiendo en un país crecientemente tontolaba, donde el sentido común anda de capa caída. Ayer mismo hubo otra noticia de película de Berlanga y Azcona (con perdón para los maestros). Una azafata que en un partido de Liga iba disfrazada de periquito, la mascota del Español, denuncia por abuso sexual a un jugador del Celta, porque en 2019 al parecer le metió mano en el estadio cuando su equipo saludaba a las azafatas pajariles. El asunto ya había sido archivado en su día. Ni la justicia, ni los clubes, ni las autoridades deportivas vieron nada entonces y la acción no dura tres segundos. Pero la denuncia vuelve, porque con el clima de la España actual, la que se rasga las vestiduras con Rubiales, esta señora puede trincar un dinerillo con su denuncia, y hasta convertirse en una heroína política, como Jenni Hermoso, que se enteró a los tres días de que era una víctima.

Pero además de jamones y periquitos, la tontolabización del país alcanza lo medular. En un futuro considerarán que estábamos chiflados cuando estudien que un partido que se apellidaba Español hizo una ley de amnistía para comprar a unos golpistas separatistas y que estos al final votaron contra la susodicha ley. En un futuro los historiadores fliparán al ver cómo un tipo que ni siquiera había ganado las elecciones se lanzó a la cacería de los jueces que le creaban problemas y de los medios críticos. En un futuro se asombrarán al ver que en un país que tenía un horrendo problema de natalidad llamaban «políticas progresistas» a la eliminación de fetos humanos por pura comodidad (pues eso es la verdad que late tras el 90 % de los casos). En un futuro no entenderán cómo un país del primer mundo, que iba bastante bien y en cuyas calles se mantenía una notable alegría vital, permitió que un tramposo erosionase a la medida de un ombligo todo el andamiaje institucional que había hecho posible la prosperidad de la nación.

En un futuro se harán cruces al ver que en España se consideraba muy avanzado hacer mofas cutres y carteles chuscos a costa de la fe mayoritaria del país, la católica, sobre la que se además forjó lo más estelar de su historia, pero se observaba un respeto medroso hacia la fe musulmana. En un futuro no entenderán la empanada conceptual que llevaba a los que se autodefinían como «progresistas» a encamarse con un partido abiertamente xenófobo. En un futuro se pasmarán al ver que en una época de España los presentadores de la televisión pública ya no moderaban los programas, sino que hacían de hinchas del pensamiento izquierdista. En un futuro se darán cuenta de que en los años veinte del siglo XXI España era a todos los efectos un país sometido a un socialismo confiscatorio, que mordía los ingresos de la clase media y se llevaba el 60 % de los beneficios de los bancos (y el Santander no es de la señora Botín, es de sus accionistas, paisanos del común como usted y yo).

En un futuro se darán cuenta de que hubo un momento en que España cortó sus raíces morales y se entregó a un relativismo estéril, camuflado por la cataplasma victimista de la corrección política, el gusto por la mediocridad y la promoción de la igualación a la baja.

Ni Dios, ni historia, ni personas prósperas. Bienvenidos al sanchismo, donde todos podemos tener un sexo fluido y donde el Gobierno más feminista del orbe pone cada semana a algún violador en la calle por su imperdonable torpeza legislativa.