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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Recordar a Camus

Vivimos en el hipócrita beaterio de los virtuosos, que hoy a sí mismos se dicen «despiertos», sacerdotes del culto 'woke'. La peor gente

Puede que la real altura de una obra sólo sea dado medirla después de su caída. Puede que la grandeza de un autor nos la diga el enjambre de parásitos necrófagos que se concitan para devorar sus despojos tras su muerte.

Está sucediendo ahora con Albert Camus. Pero ha sucedido siempre. Hace apenas nada, idéntico exorcismo se ofició contra Sartre: del Olimpo al borrado. ¿Más atrás? ¿Alguien recuerda el tratamiento de «perro muerto» que cayó sobre Hegel, una vez su inmenso poderío académico derribado? Más aún: ¿quién leyó a Baruch de Spinoza en los dos siglos que siguieron a su muerte? Es el estigma común del humano resentimiento: la grandeza no se perdona. Nunca. Y, cuando un morador de la caverna haya logrado ver la luz y trate de dar cuenta de ella a sus compañeros de encierro y los llame a liberarse –concluye un Platón lúcido y triste–, será linchado.

Basta un escribiente vulgar y una editorial dispuesta a extraer sin demasiado escrúpulo sus justos beneficios, para que el amplio público obtenga el regocijo que anhela: el gran escritor era un hombre tan despreciable como cada uno de ellos, tan de barro como todos. Y tan indigno como cualquier otro de dejar memoria. No hay grandes hombres para sus lacayos, reza el clásico. Pero no porque los grandes hombres no sean grandes, sino porque los lacayos son lacayos.

«Olvidar a Camus» es lo que propone el último de los libros que van haciendo caja necrófaga hoy en Francia. Sus argumentos los entenderá cualquiera: Albert Camus, escritor franco-argelino muerto en 1960, es reo de colonialismo, machismo, misoginia… Entenderá esos argumentos, sobre todo, cualquiera de los que son –y seguirán siendo hasta el fin de sus días– incapaces de tomar en sus manos El mito de Sísifo, El extranjero, La peste, Calígula, El hombre rebelde… y leerlos desde la primera hasta la última de sus páginas. Y son tantos así en este presente nuestro… Que un idiota te diga que no eres tú el idiota, que un idiota te diga que idiota es el que consume su vida en la etérea artesanía de escribir, que un idiota dignifique tu idiotez tan querida, es algo que consuela mucho. A los idiotas, por supuesto. El necrófago tendrá gran éxito. Vivimos en el hipócrita beaterio de los virtuosos, que hoy a sí mismos se dicen «despiertos», sacerdotes del culto woke. La peor gente.

Está bien. Pues que «olvide a Camus» esa gente: serán felices. Y no habrán de fatigar sus ojos descifrando letra impresa. Puede que algún que otro raro, algún que otro perverso o cancelable, siga prefiriendo buscar un pasaje de su discurso en Estocolmo. 1957. Y sabrá que está escrito para él, para todos los que sepan leerlo:

«La verdad es misteriosa, huidiza, nunca del todo conquistada. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir cuanto exaltadora. Debemos caminar hacia ambos objetivos, con dificultad pero con resolución, sabiendo por adelantado cuantas veces desfalleceremos en tan largo camino. ¿Qué escritor, a partir de ahí, osaría, preso de su buena conciencia, erigirse en predicador de virtud?»

Pero el que predica no escribe. Ni lee. Se erige en iluminado guardián de sus melindres. Y llama a borrar el nombre de aquel en quien habitó el talento.