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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Una reserva de alegría con pésima política

España conserva un encanto que la hace única, pero se ha creado en los últimos años problemas artificiales que la lastran

Una noche volvía en casa en el excelente metro de Madrid e hice un pequeño experimento sociológico para pasar el rato: fijarme en la gente. Casi todas las personas que iban en grupo conversaban con sus acompañantes y en algún momento sonreían. Muchos chavales directamente se reían en alto charlando de sus cosas con sus amigos. Eso que aquí damos por normal, el hecho de que las sonrisas asomen con facilidad a las caras, no es universal. Si te subes al «tube», el metro de Londres de asientos de moqueta grasienta, lo que impera son las jetas avinagradas, como si la gente albergase un agobio interior que se trasluce en sus rostros.

Cuando trabajaba en Inglaterra pude entrevistar a varios hispanistas británicos, incluido el venerable maestro John Elliott, que casi me mata por inanición. Me fui caminando hasta su casa, allá en las afueras de Oxford, y aquel caballero encantador me invitó a comer en su jardín. Tras el paseo, yo tenía más hambre que Carpanta. Pero el frugal sir John me despachó con un vaso de agua del grifo, media porción de salmón y unas hojitas de rúcula. «Buenísimo», le agradecí, mintiendo cual Sánchez en la tribuna del Congreso. A todos aquellos ingleses, entre los que estuvo también el gran Hugh Thomas, quien en realidad tenía más ganas de que nos soplásemos un sherry que de la entrevista, les hacía la misma pregunta: ¿Qué lo ha llevado a dedicar su vida al estudio de España, qué le atrae tanto de nuestro país? Todos respondieron lo mismo: «Vosotros, los españoles».

Si estás en un aeropuerto por el mundo y ves a un grupo más animado de lo normal, no falla: cuando acercas la oreja suelen ser italianos o españoles. Sabemos disfrutar de la vida, a lo que ayuda un clima benigno, templado y con mucha luz, una cocina y espirituosos magníficos, una naturaleza privilegiada y unas ciudades y pueblos que conservan amplias zonas históricas agradables, hechas a la medida de las personas (algo que no existe en Estados Unidos, por ejemplo, un país donde sin coche estás muerto). Si visitas una ciudad de cien mil habitantes de Portugal, a las siete y pico de la tarde aquello se queda desierto, salvo los restaurantes. El vitalismo callejero del alterne español no existe. Si tratas con familias inglesas, te cuentan que los padres con un poco de pasta largan a sus hijos a un internado a los doce años y apenas vuelven a verles ya el pelo. La extraordinaria cadena de afectos de la familia española, que supone además una red de seguridad económica -ahí están todos esos abuelos haciendo de niñeros-, no existe en el Norte de Europa, donde la frialdad emocional es mucho mayor. A un finlandés lo metes en un ascensor con otra persona y casi le da un patatús por incomodidad social.

Por último, los españoles gastamos en el extranjero fama de trabajadores e ingeniosos. Gente capaz de sacar las castañas del fuego cuando surge un lío. El carácter español es -o era- de no rendirse nunca y pensar siempre que «mañana será otro día». Ese talante convirtió en temibles a los soldados españoles y explica las llamativas gestas bélicas de nuestra historia (esas por las que un Gobierno tontolaba quiere pedir perdón desde un Ministerio de Cultura dirigido por un nacionalista catalán, que en grotesca paradoja detesta precisamente la cultura española).

Por supuesto también arrastramos nuestros defectos, como la picaresca, el veneno de la envidia y el bajo interés por el detalle de los números. Pero en general, España es un país de la leche, por eso se ha convertido en un imán para turistas de todo el planeta.

Esta semana visitó El Debate un grupo de periodistas chilenos. Llevaban unos días en Madrid y como a todos los hispanoamericanos les maravillaba la seguridad de nuestras calles («salimos de noche y volvías al hotel a las tres de la mañana de lo más tranquilo», comentaban asombrados algunos de los más jóvenes). Charlando con ellos, explicaban también que en su país no existe nuestra sanidad pública de cobertura universal. No: allá en Chile no te operan gratis de cataratas, ni le hacen una complicada intervención cardíaca a un octogenario sin pagar nada. En España disfrutamos de muchas cosas que damos por descontadas, pero que marcan una diferencia.

Con todo lo anterior quiero decir que España es un país extraordinario, con una historia y una calidad de vida casi únicas, con gente valiosa y de buena pasta. Por eso da una mucha lástima ver que de un tiempo a esta parte hemos decidido autolesionarnos con problemas artificiales, en especial con la funesta idea de alentar desde la izquierda a unos movimientos separatistas xenófobos que constituyen lo más retrógrado del panorama político europeo. Un oportunista de la política está ahora mismo desmontando el andamiaje institucional que nos han proporcionado una cierta estabilidad sobre la que avanzar. Tampoco nos está sentando bien el triunfo de la batidora cultural izquierdista, que va alejando a los españoles de sus raíces y que inocula una subcultura del esfuerzo bajo, el dopaje de la subvención y el resentimiento ante el éxito económico ajeno.

Pero bueno, a la espera de que salgamos del túnel político -si es que salimos algún día, pues ahí sigue la derecha a bofetadas- queda el consuelo de que todavía no nos han robado la alegría.

Aunque no descarten que el inefable autócrata emita cualquier día un decreto ley regulador de nuestras sonrisas, acompañado de una nueva «tasa verde» que las penalice.