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Pecados capitalesMayte Alcaraz

El negocio de ser «señora de» o «hija de papá»

Las nuevas pasionarias de Iglesias eran eso: ascendidas por el todopoderoso y más pijas que Tamara Falcó

Quizá no consiga perdonármelo nunca, pero tengo que dar la razón a Irene María Montero que, desde que no maneja 500 millones de presupuesto para jugar a ser la ministra de Igualdad, tiene más tiempo para entretenernos con sus declaraciones; y cuando se mete en la boca del lobo es cuando más acierta. Hace unos días acudió a una entrevista que le hizo Ricardo Moya para un podcast, donde acabó redefiniendo el concepto de mujer como la «persona que sufre más violencia, que sufre de más pobreza, persona que sufre más discriminación». A lo que el entrevistador le espetó: «tú no entrarías en esta descripción de mujer porque tienes un puesto público, poder adquisitivo, no estás discriminada porque eres una persona que ha llegado a ciertas cuotas de poder…». Y ella no supo responder al evangelio que le leyeron.

Desde que fue denigrada por Sánchez y laminada por Yoli, la mujer de Pablo Iglesias ya solo tiene en el horizonte colarse en el Parlamento Europeo, al que no arriendo las ganancias con la chica nueva en la oficina, y, hasta entonces, hacer bolos mediáticos, dando la misma turra de siempre. Lo curioso es que la legataria de todos los títulos de su pareja –primero fue su jefa de Gabinete, luego su portavoz parlamentaria y después su ministra–, que ha heredado hasta sus enemigos (miren, si no, a Yolanda purgándola sin pestañear) reconozca implícitamente que ella no es la mujer que la izquierda quiere dibujar: un ser indefenso necesitado de protección, a ser posible, de un Gobierno de izquierdas al que luego votar en agradecimiento. Ella es una privilegiada que si no se hubiera cruzado en la vida del macho-alfa probablemente seguiría de cajera de un supermercado; para desgracia del dignísimo gremio.

Desde luego no ejerce como modelo de la mujer que publicita: ni es la autónoma sin descansos ni vacaciones, ni la madre que se multiplica para llenar la nevera para la prole. Ella pasó de un trabajo normal al medro conyugal. Muy parecido a lo ocurrido con su examiga Lilith, que les acaba de hacer un roto gordo en el Congreso, una niña de papá –de un papá de derechas, muy de derechas, hasta que se reencarnó en podemita– que también nos ha querido dar gato por liebre. El partido que tuvo cinco millones de votos y hoy solo cinco escaños –ahora cuatro con la marcha de la hija de Verstrynge– ha vuelto a la insignificancia de la que nunca debió salir.

Ser mujer era para estas espabiladas, ser las beneficiarias del poder conquistado por los hombres de la familia y estropearnos lo que habíamos avanzado –ahí está la ley del «solo sí es sí»–. Las nuevas pasionarias de Iglesias eran eso: ascendidas por el todopoderoso y más pijas que Tamara Falcó. Lilith nació de pie; formada en la Sorbona, hay que recordar esa maravillosa frase que nos dejó en su lapidario, cuando aconsejó a los pobres que no se esforzaran porque les iba a dar igual. Y tenía razón. El poder –en el ecosistema podemita– llega cuando el dedo de tu pareja o el de tu padre te coloca en el lugar adecuado.

El problema de estas lumbreras de tres al cuarto es que nos han dejado una forma de hacer política y un programa populista y de extrema izquierda que está aplicando, para su bochorno, el partido que era de Gobierno y ha pasado a estar del lado de los malos: terroristas, separatistas y populistas (esas virtudes que cubren las necesidades de Pedro Sánchez).

Atendiendo a mi sororidad, animo a Lilith e Irene, ahora desocupadas y en breve reforzadas con la incorporación de Ione, que convoquen reuniones a domicilio para ilustrarnos sobre la complicada transición de pasar de ser jóvenes proletarias y comunistas a ejercer en el lucrativo negocio de las «señoras de» o las «hijas de papá». Y luego que lo cuenten todo en un podcast en la tele obrera de Pablo. Y, para redondear la gesta, que las presente Iglesias al alimón con Verstrynge.