Bukele
El presidente de El Salvador se suma a la larga lista de políticos que han roto el tablero de juego y logran que todo el mundo les mire
Bukele es un tipo difícil de querer demasiado y de detestar del todo, con luces muy deslumbrantes y no pocas sombras siniestras. La atención que genera el personaje es similar a la de Meloni en Italia, Trump en los Estados Unidos o Milei en Argentina, separados en muchas cosas pero conectados por algo común: todos han hecho saltar las reglas de la política tradicional, adentrándose en los tabúes más ancestrales para dirigirse a los votantes con una conversación directa, sin filtros y dirigida frontalmente a las preocupaciones que otros simplemente niegan, silencian o desatienden.
La gestión de problemas complejos con soluciones sencillas es la base del populismo, que todos ellos practican, pero sorprende la facilidad para despejar la clave de su éxito con tanta simpleza mientras se perdona la vida a otros dirigentes, como Pedro Sánchez, bastante más asentados en ese tipo de política emocional, identitaria, tribal y en su caso inútil.
Porque ninguno de ellos ha llegado tan lejos como el presidente español en el acoso a la propia democracia, en el ataque a los poderes constitucionales y en la adaptación de las normas que hacen respirable a un Estado de derecho a unos intereses estrictamente personales: comprarle la Presidencia a unos delincuentes a cambio de dejarles impunes y transformar sus delitos en derechos ilimitados.
Bukele, con toda su fanfarria estética y retórica, más propia de un cabecilla de las maras que del responsable de frenarlas, es infinitamente menos dañino para la democracia salvadoreña que Sánchez para la española; por mucho que la agotadora maquinaria de generar consignas presente al primero como un peligro y al segundo como a un virginal profeta.
En El Salvador, hasta hace apenas un lustro, se registraba la peor tasa de homicidios del planeta, con cerca de 500 asesinatos cada año. Hoy esa criminalidad ha quedado reducida a unas cifras occidentales, tras una contundente campaña contra las bandas organizadas, culminada con el encarcelamiento de hasta 70.000 pandilleros.
La sospecha de que, para lograr ese éxito policial, se han reducido peligrosamente los estándares habituales de respeto a los derechos humanos, es fundada: no hay manera, probablemente, de acabar con un fenómeno definitorio de un Estado fallido sin poner en cuarentena, paradójicamente, los límites inherentes a uno democrático.
La posibilidad de que la apuesta por el éxito, unida al espectacular respaldo popular logrado, eternicen una política necesariamente efímera, como todas las de carácter bélico, es cierta. Y obliga a vigilar de cerca al presidente salvadoreño, como a todos los que se abonen a la inquietante teoría de que el fin justifica los medios.
Pero antes de eso, hay que felicitarse por la valentía de todo aquel político que se atreva a mirar de frente a la realidad, entienda las prioridades reales de sus compatriotas y asuma los riesgos de afrontar los problemas sin el miedo a que el sistema lo estigmatice de por vida.
Si ahora preguntáramos a cualquier español si prefiere la política negacionista de Sánchez con los trinitarios, las manadas de violadores o la evidente relación entre las inmigración irregular y cierto tipo de delitos o, por el contrario, la energía de Bukele para limpiar sus calles de chusma, todos sabríamos la respuesta de antemano.
Y cuanto más tarde la política tradicional en entender que los problemas reales no se solucionan mirando para otro lado y encuentre la manera de sintetizar una respuesta enérgica, que trate a las actuales sociedades infantilizadas como comunidades adultas, más fácil será que prosperen personajes como Bukele.
Al menos él sí se preocupa por los derechos humanos de la gente normal, la gran olvidada por tanto coleccionista de mantras que siempre acaba trabajando a favor de quienes nos hacen la vida imposible.