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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Un discípulo de Mussolini

Esto es el golpe. Cada día. El que no quiera verlo que no lo vea. Va a sufrirlo igual

En la Florencia de 1922 y en pleno despliegue del golpe de Estado que llevará al poder a un antiguo dirigente socialista mutado en «otra cosa», Benito Mussolini, Curzio Malaparte es requerido en el palacio de Piazza Mentana, sede del Fascio. Está allí retenido un notable escritor inglés, judío y socialista, Israel Zangwill. Quien se niega a pronunciar una palabra que no sea en su propio idioma. El Cónsul Tamburini, caudillo de las huestes locales, no habla, por supuesto, lengua que no sea la del naciente Imperio. El joven Malaparte, que ha leído y admira al autor de los Dreamers of the Ghetto, logra librar a Zangwill del casi inexorable calabozo, por el sencillo sistema de traducir lo que le da la gana. Y la ristra de insultos contra el fascio del británico es transformada en cortés divagación mundana por el pratense.

Ya en la calle, Zangwill, que no entiende ni por qué demonios ha sido detenido nada más bajar del tren, ni por qué demonios lo han soltado ahora, justo después de haber puesto en solfa a toda aquella banda de delincuentes, conversa largamente con su joven traductor. No entiende, sobre todo, por qué ese hatajo de malcarados gánsteres llama golpe de Estado a la pésima opereta a la que asiste: las cafeterías siguen llenas, la gente se pasea como si nada por calles, teatros, cines… «La revolución de Mussolini», se encocora, «no es una revolución. Es una comedia». El joven Malaparte lo escucha con palpable ternura compasiva. No, el sabio inglés no ha comprendido nada de esa «táctica insurreccional completamente moderna»: la comedia dicta realidad. Zangwill no se da cuenta de «cómo puede hacerse una revolución sin barricadas, sin combates en las calles, sin aceras llenas de cadáveres». El inglés, concluye para sí Malaparte, es un hombre antiguo. Un grandísimo escritor, sin duda. Pero, en política, ya caducado. Sonríe y, respetuosamente, calla.

Zangwill insiste: «Sería usted, pues, capaz de decirme en qué puede reconocerse que esta revolución no es una comedia?» Y Curzio Malaparte le propone dar un paseo por lo que él llama la «máquina insurreccional fascista». Lo que ve el viejo laborista lo deja atónito: «Los camisas negras habían ocupado todos los puntos estratégicos de la ciudad y de la provincia, es decir, los órganos vitales de la organización técnica, las fábricas de gas, las centrales eléctricas, la dirección de Correos, las centrales telefónicas y telegráficas, los puentes, las estaciones del ferrocarril…» No hacía falta alguna dar un tiro. Salvo en excepciones contadísimas, la máquina del poder estaba controlada en todos sus engranajes. La violencia se ejercería cuando fuera necesario y con función espectacular. En lo material, el golpe estaba hecho antes de que un solo camisa negra saliera a la calle. Y sí, la marcha sobre Roma, era un gran espectáculo «verdiano», el aria colosal que pone en pie a la clientela de un golpe de Estado ya cumplido.

«La técnica», subraya una y otra vez Malaparte: la técnica, no la política, es lo decisivo en un golpe de Estado. Desarrollará su hipótesis en un libro mayor, Técnica del golpe de Estado, de cuya lectura debiera ser examinado cualquiera que aspire a profesional de partido: porque «el problema de la conquista y la defensa del Estado no es un problema político, sino técnico». No hace falta ser un genio para que eso triunfe. Basta con carecer de escrúpulos y estar dispuesto a desollar a tu madre cuando se requiera. Técnica refinada y moral ausente: tales son las claves de ese «rayo que fulmina antes de que el trueno pueda ser oído» y al cual el sutil Gabriel Naudé bautizó, en el siglo XVII, como «golpe de Estado».

No hay ya que tomar esas oficinas de Correos que Sánchez redujo a polvo sin que nadie dijera nada. Ni hay que parar trenes, ni bloquear centrales eléctricas o telefónicas como en la Italia de 1931. Casi un siglo después, en 2024, Pedro Sánchez tiene en sus manos palancas infinitamente más potentes para hacer saltar el Estado por los aires. Sin que un acto de explícita violencia física pueda escandalizar a nadie. Tiene también, la ausencia de escrúpulos necesaria para conducir (en italiano, «ducere») esa técnica hasta el fin deseado. Que, para un verdadero autócrata, es sólo uno: su perennidad.

Cada día un golpe. De diversa envergadura. Hasta ese punto en el que nada en el Estado quede, que no sea la red de las destrucciones locales que completan la incruenta extinción de lo que un día fue régimen constitucional.

Cada día un golpe: …indulto pleno a los golpistas de 2017, «sólo indulto», se nos dijo, «tranquilizaos, no cedáis a los alarmismos, sólo indulto». Alianza parlamentaria del presidente del Gobierno con delincuentes condenados y prófugos. Súplica, con reportaje fotográfico incluido, ante el sujeto al cual buscan los jueces por presuntos delitos de sedición y de alta traición a sueldo del dictador ruso. Pago, cash, a los autores de la mayor estafa de fondos públicos desde que existe en España la democracia. Chantaje a las grandes empresas para obligarlas a retornar a unas provincias en las cuales la garantía jurídica se ha extinguido. Amnistía completa, pero, eso sí, sólo para los que se llaman Puigdemont o los que por él son llamados súbditos suyos. Fiscalía a la cual se ordena –«…y la fiscalía, ¿de quién depende?, ¿de quién depende?, pues ya está…»– cambiar, en setenta y dos horas, la calificación de un delito: de terrorismo a nada. Y, muy pronto, el borrado legal de tal delito para todos los que se llamen Puigdemont o para los que por Puigdemont sean llamados…

¿Sigo? No. Es demasiado obsceno.

Esto es el golpe. Cada día. El que no quiera verlo que no lo vea. Va a sufrirlo igual.