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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Los tomates y los microchips

La agricultura y la ganadería son importantes, entrañables e impiden que el campo se vacíe, pero la verdad incómoda es que ahí no está el futuro de Europa

Por supuesto, el campo –y la pesca– son muy importantes, incluso entrañables. Casi todos nosotros venimos de ancestros del agro o del remo. Ahí se anclan nuestros orígenes. Además, la agricultura y la ganadería cuidan el país, porque evitan que la España rural se convierta en un desierto. Por último, cultivar nuestra tierra nos otorga una cierta seguridad alimentaria y las exportaciones del sector representan una marca de calidad para España.

Pero nos pueden contar un poema, o nos pueden contar la verdad. Y la verdad es que el futuro de Europa, si no quiere estancarse como un lugar decadente que sobrevive de rentas pretéritas, nunca va a pasar ya por el campo. Cuando nos cuentan la lucha de los bravos campesinos franceses que cortan las autopistas y cercan París con sus tractores, nunca nos explican que son un sector hipersubvencionado, que no sobreviviría por sí mismo en la economía real de mercado, porque no son competitivos. Y algo similar sucede en España. Las subvenciones de la PAC al campo europeo se llevarán la friolera de 378.000 millones desde 2021 a 2027 (para ubicar la cifra, España necesita 171.000 millones para pagar un año de pensiones). Es decir, la agricultura europea se sostiene en gran medida con respiración asistida.

Cuentan que en una ocasión, Obama reunió a los dueños de los gigantes tecnológicos de su país para plantearles que volviesen a fabricar en Estados Unidos, toda vez que allí están sus sedes y allí inventan sus patentes. «Desengáñese, eso nunca volverá», le espetó uno de ellos al presidente, probablemente el bocazas Jobs. Y así ha sido, por una razón que nos puede desagradar, pero que es tozuda: no les salía tan rentable como producir fuera.

A pesar de ello, hoy seis de las diez mayores empresas del mundo son gigantes tecnológicos estadounidenses: Apple, Microsoft, Alphabet, Amazon, Nvidia y Meta. En ese campo es donde se disputan el presente y el futuro, y los europeos ahí no rascamos pelota. Los chinos han conseguido lanzar con enorme éxito sus propias marcas de móviles y ordenadores (en parte fusilando con descaro patentes occidentales). Ahora exportan a todo el mundo y hasta cuentan con una red social que arrasa en Occidente, TikTok. Pronto se zamparán incluso a la industria automovilística europea, a la que empiezan a superar en ventas en sus propios países.

¿Qué hemos hecho los europeos en el campo digital? Casi nada. Cada vez pintamos menos, en un momento en que ya estamos viviendo una revolución de la Inteligencia Artificial que volteará el mundo. Pero en vez de abordar ese reto, nuestros gobernantes están muy ocupados pensando en cómo agasajar más y mejor a un movimiento paleto, xenófobo e insolidario, o cómo acogotar a los jueces que cumplen con su trabajo.

Europa, puntera en el siglo XX en la aviación, el cine, la automoción, la medicina… está ahora adormilada. El ejemplo de los fondos europeos es de risa. Con todo ese dineral dilapidado todavía no hemos sido capaces ni de crear una fábrica de baterías, o de semiconductores. Bruselas está más volcada en poner trabas ecológicas a la economía que en empujarla.

En lugar de estrujarnos la meninges para intentar formar a los mejores ingenieros del orbe. En lugar de animar a los jóvenes a volcarse en aportar ideas en el campo tecnológico. En lugar de copiar y aprender de los mejores. En lugar de intentar competir en serio en la economía real, que hoy es la digital… En lugar de todo eso estamos ensimismados en la mística del tomate, la fresa y el jamón, que están muy bien, pero que ya no son la clave del futuro. En 1970, la agricultura y la pesca suponían el 29 % de la economía española. Hoy suman un 3 % (que se eleva al diez si se suma toda la cadena de la industria alimentaria). España es un país de servicios (74,5 % del PIB), la industria genera el 17,6 % y la construcción, el 5,2 %. Esa es la fotografía real.

Sé que no suena nada románico –y habrá quien me ponga a parir–, pero el campo nunca volverá a ser el motor de España. Tampoco dejaremos de comer kiwis de Nueva Zelanda, o bananas de Costa Rica, o naranjas sudafricanas durante el verano español, o aguacates de Perú, porque las mercancías seguirán circulando, los precios dictarán su veredicto y el mundo no volverá a las autarquías, que por otra parte nunca han funcionado. El nivel de vida y la riqueza siempre han aumentado con el comercio abierto, y llámenme pérfido globalista, pero es así, porque el motor de la economía cabe en una sencilla frase: «Tu gasto es mi ingreso», y viceversa. O como resumía Adam Smith: «Todos los seres humanos vivimos del intercambio».

Volver al proteccionismo, bandera que agitan hoy los populismos de ambos extremos, no sentará bien a los países que elijan esa ruta. Y Europa va de cráneo si su fuente de inspiración va a ser Francia, un país anquilosado y cada vez más perezoso, estatista y analógico. Francia continúa en su quimera de que seguirán pegándose la vida padre en su paraíso subvencionado, mientras los asiáticos nos comen el terreno trabajando más y mejor.

A mi también me encanta el campo. Admiro a nuestros agricultores, por supueso. Me preocupan sus problemas. Procuro comprar productos españoles y me da rabia que los abrasen con trabas ecologistas histéricas, que lastran su competitividad. Pero nos iría mejor si además dedicarnos al tomate, que está muy bien, nos dedicásemos también al chip. España no gana un premio Nobel de ciencias desde hace 65 años (y además Severo Ochoa lo logró trabajando en Estados Unidos, no aquí). Es un dato demoledor. Pero en España no le importa a nadie. Nos negamos a ver cuáles son las prioridades del tiempo presente. Los europeos nos estamos convirtiendo en actores de cine mudo en la época del sonoro.