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Cosas que pasanAlfonso Ussía

De barcos y yates

He navegado mucho en mi vida, pero siempre en los barcos elegidos por mí, y no obligado por los pelmazos de sus dueños urbanitas, a los que en San Sebastián, los marineros y pescadores denominan «terrestres»

Lo mejor de un barco es que sea de otro. Recelen de quienes les invitan «a pasar unos días en mi yate». El que tiene «yate» y no barco es un hortera además de un peligro en la mar. Los dueños de los barcos se aburren mucho navegando, y necesitan invitados. Pero ante todo, su necesidad imperiosa es la de contar con el servicio de buenos marineros, pues de lo contrario, y sin necesitar icebergs traicioneros, todos los barcos terminarían como el «Titanic». Una señora muy gorda y muy rica, que tomaba el sol en la popa de su nuevo «yate», había ordenado al patrón que pusiera rumbo a Cala D´Or, en Mallorca. Llegados a la cala, el patrón solicitó permiso a la robusta dama para arriar el ancla. Ella, muy amable, se lo concedió de esta manera. «Sí, sí, Tomeu, puede echar el ancla. Pero antes, cerciórese de que no hay buzos en el fondo». Porque era buenísima, y le preocupaba en demasía dañar de un anclazo a un buzo.

El aburrimiento de los propietarios de barcos puede terminar convirtiéndose en un problema de estrategia. Cuando llevan varias jornadas en la mar –el dueño del barco se cubre de una gorra que imita a la de los oficiales, jefes y almirantes de la Armada–, acuden a puertos y pueblos de la costa en los que no resulta difícil encontrar «gente conocida». Puedo jurar –y a Dios pongo por testigo– que el genio de entresiglos, Antonio Mingote, el brillante catedrático de Penal, José María Stampa, el formidable escritor Jaime Campmany y el arriba firmante, se vieron obligados a escapar a gatas, entre los pinares de Formentor, para no ser descubiertos por un amigo común que nos buscaba para invitarnos a comer en su nuevo barco. Con la pinaza, los cuatro fugitivos alcanzamos el cobijo del hotel con las rodillas escocidas y prehemorrágicas, y las manos, destrozadas. He navegado mucho en mi vida, pero siempre en los barcos elegidos por mí, y no obligado por los pelmazos de sus dueños urbanitas, a los que en San Sebastián, los marineros y pescadores denominan «terrestres».

Barca

El viejo marqués del Mérito –Peps Mérito en la jerga social– le pidió a Don Juan embarcar durante una brevísima singladura entre Puerto Banús y Cartagena. El marqués no dominaba el lenguaje, la jerga de la mar.

Y aguantaba con muy buen humor los regaños del Conde de Barcelona.

«Señor, me voy a la parte de delante para que me dé un poco el aire». Y Don Juan replicaba: «A proa»; «Señor, por detrás viene un buque de la Marina». «A popa»; «Fíjese, Señor, en lo bonito que es el velero que navega por la izquierda». «¡A babor!» corregía Don Juan; «Señor, los de lancha de la derecha le están saludando»; «¡Estribor!».

Desayunaban al día siguiente en la cámara del «Giralda». José, el marinero gallego, había colocado las mermeladas fuera del alcance del marqués. Y éste quería untar su tostada con mermelada, acción a la que tenía sobrado derecho.

–Señor, ¿me puede acercar el frasquito de mermelada, siempre que en el mar se le pueda llamar mermelada a la mermelada?

Don Juan se incorporó, le llevó la mermelada al marqués del Mérito y le dio un abrazo.

–¡Esta vez me has ganado tú!

Claro, que el «Giralda» y su Patrón nada tenían que ver con los nuevos ricos de los yates.