Aníbal Lecter
Sánchez no es solo un horrible político, es también un sociópata sin corazón capaz de sonreír en el funeral de los guardias civiles asesinados
En las horas subsiguientes al asesinato de dos guardias civiles en Barbate, atropellados por una de las narcolanchas que se pasean por la zona como Perico por su casa, Pedro Sánchez ha tenido tiempo de hacer muchas cosas, pero ninguna de ellas relativa a los hechos, más allá de media frase y cuarto y mitad de pose en ese garito infecto que son las redes sociales.
Tuvo ocasión de fletar un helicóptero y el Falcon para acudir a Valladolid, que como todo el mundo sabe está a la misma distancia que Groenlandia y carece de enlaces por carretera o vía férrea.
También pudo sonreír con una reportera de RTVE que, a diferencia de Silvia Intxaurrondo, al menos no señaló a Guardia Civil como responsable de su propio desmantelamiento en el Campo de Gibraltar: en este caso, se limitó a darle un masaje con final feliz al «icono», que respondió a la masajista Inés, horas después, con una escena del Tenorio en cutre. «Icona tú, chati», o algo así.
E incluso encontró un hueco para sonreír en la ceremonia de los Goya, donde Ana Belén desplegaba su peculiar versión del comunismo, consistente en serlo mucho de boquilla y poco de todo lo demás.
Todo ello controlado por un dispositivo policial de mil agentes, que son 200 veces más de los desplegados en Cádiz: todo el mundo entiende, sin necesidad de un croquis, el mayor peligro que constituyen los agricultores frente a los narcotraficantes, y la inevitable necesidad de garantizar mejor la seguridad de Penélope Cruz que la de los guardias civiles costeros.
Si los hechos acontecidos en la playa son terribles, la gestión posterior sobrecoge: no ha habido ninguna humanidad, ninguna necesidad de dar explicaciones y ninguna gana de interrumpir una agenda lúdica exhibida ostentosamente mientras un país entero se estremecía y lloraba por las víctimas, sus familias y sus compañeros, porteadores dolidos de féretros insoportables.
En este episodio se percibe la verdadera condición de Sánchez, por encima de todas las demás: su ausencia de sentimientos, su implacable apuesta por sí mismo, su carencia galopante de empatía, su tendencia evidente a la sociopatía, entendida en términos científicos como la incapacidad de discernir entre el bien y el mal, el placer obsesivo por la manipulación endémica y la indiferencia hacia las emociones de los demás.
De Sánchez se han intentado hacer muchos perfiles psicológicos, pero a ningún profesional del ramo le costará menos hacerlo que en estos momentos de dolor para tantos e indiferencia para él: ha tenido los santos bemoles de dejar que lo llamen «icono», y solazarse con ello, en el instante en que unas viudas y unos huérfanos despedían a sus muertos, arrollados en una barquita de juguete mientras él viajaba a la vuelta de la esquina en un poderoso helicóptero que, ubicado en Barbate, hubiese acabado con las narcolanchas en un suspiro.
Su imagen sonriente y de esmoquin, sin un gesto para los dos hombres asesinados a sangre fría en el país que él preside y ellos protegían en condiciones paupérrimas, no es la de un político torpe en un mal día: es la de Aníbal Lécter disfrutando de unas vísceras humanas mientras, al fondo, suena Beethoven.