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VertebralMariona Gumpert

Podredumbre gubernamental, podredumbre ciudadana

Querría saber en qué momento la sociedad civil se fue al garete y se tornó ciega a todo lo que no fuera ver fascistas y micromachismos por todas partes

Recuerdo la primera vez que me enfadé en serio con mis hijos, tendrían cinco y tres años. Y lo recuerdo porque me resultó muy graciosa la reacción de mi marido: «Niños, habéis enfadado a vuestra madre, no sabéis lo que acabáis de hacer». Con ellos suelo ser más bien de carácter cariñoso, afable y juguetón, lo cual no está reñido con ser firme y marcar unas líneas rojas que no deben sobrepasar en absoluto (las mías son de verdad, no como las del PSOE). Me suelen preguntar cómo lo consigo, lo cierto es que no tiene ningún misterio; cuando se están yendo de madre (nunca mejor dicho) les digo en tono serio, pero sin alzar la voz: «Voy a contar hasta tres. Si cuando acabe no has dejado de hacer [inserte aquí travesura] te castigaré con [inserte aquí punición]. Hace años que reaccionan en cuanto empiezo a contar. A eso se le llama ejercer autoridad.

En sentido etimológico estricto, en realidad uso lo que los romanos llamarían «potestas», potestad: poder socialmente reconocido. Como puedo castigarles, mis hijos obedecen. Su correlato es la «auctoritas», el saber socialmente reconocido. Por eso hablamos de la autoridad de los médicos: les obedecemos porque confiamos en su sapiencia, no porque vayan a castigarnos. Traslademos el concepto a la sociedad en que vivimos. Podríamos pensar que, en una sociedad ideal, los gobernantes serían elegidos por inspirar cierto tipo de «auctoritas». Podríamos pensarlo, sí, pero con recordar, por ejemplo, a Óscar Puente nos echamos a reír (por no llorar).

Deberíamos poner el foco en la pérdida de autoridad progresiva que tienen maestros y profesores, por no hablar de la tendencia a la ideologización de algunos de ellos: ¿cómo elegiremos a un poder legislativo que esté a la altura de su responsabilidad a través de ciudadanos que, al final, sólo obedecen al uso de la fuerza, al de la «potestas»? El individualismo –especialmente el liberal– cae en una paradoja que sería hilarante si no fuera por las graves consecuencias que trae consigo: cuanto menos sentimiento de comunidad, de bien común, cuanto menos se fomentan las virtudes morales y cívicas, más necesitamos al estado para «defendernos» de los demás. El individualista que odia el intervencionismo estatal acaba siendo dependiente de él en casi todos los aspectos de su vida.

Esto es un análisis a vista de pájaro, acerquemos el foco. Hace nueve días asesinaron a dos guardias civiles a sangre fría, con total impunidad y recochineo. Justo una semana después de lo ocurrido, dos clanes de Barbate penetraron en el Cuartel de la Guardia Civil, agrediendo a tres agentes. Cada día vez resulta más evidente que la «potestas» de los Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado es sólo un tentáculo más de nuestros gobernantes que, o bien los utilizan sin ton ni son para apagar manifestaciones que no son de su gusto, o los deja completamente indefensos a merced de algo tan serio como el narcotráfico. Cuando este último se torna poderoso, las naciones acaban por convertirse en estados fallidos; allí no hay «auctoritas» ni «potestas» que valgan: todo el poder se concentra en bandas criminales que todo lo corrompen. A muchos tienen ganas de saber qué deudas ocultas tiene Pedro Sánchez con Marruecos (el 10 % del PIB de allá proviene de la droga, es el líder mundial en exportación de cannabis); yo más bien querría saber en qué momento la sociedad civil se fue al garete y se tornó ciega a todo lo que no fuera ver fascistas y micromachismos por todas partes.