Lecciones del «patogate»
España es ese país de mal futuro donde hay tres millones más de perros que de niños de menos de catorce años
Al alcalde de Madrid se le ocurrió organizar una mascletá como la de las Fallas en la capital de España, a modo de promoción turística y hermanamiento con los valencianos. El invento se celebró en Madrid Río. Se hicieron explotar 307 kilos de pólvora durante siete minutos y costó 46.000 euros a las arcas públicas, según se ha publicado.
Aunque no es un asunto de gran calado, mi opinión particular es que la mascletá madrileña es absurda y superflua, porque hay cosas mejores y más urgentes en las que gastar el dinero público (por ejemplo, echar una mano a todos esos vagabundos que duermen en cartones sobre las aceras y que consideramos casi invisibles).
Si la idea va de reproducir en Madrid las grandes fiestas españolas, Almeida tendrá que ir preparando el desembarco vikingo de Catoira en el Mazanares; un San Fermín en Las Ventas, con la manada de morlacos bajando en encierro por Ciudad Lineal abajo; o una tomatina de Buñol en la plaza de Chueca.
Pero a nuestra extrema izquierda populista/populachera le resbala cómo se gasta el dinero de nuestros impuestos, pues sabido es que esa pasta no es de nadie y crece en los melocotoneros por generación espontánea. Así que la crítica a la mascletá castiza la han enfocado desde la vertiente ecológica, que queda más guay.
Los siete minutos de petardeo suponen «una mala noticia para la biodiversidad de Madrid», advirtió la gran Rita Maestre. Los ecologistas estaban preocupadísimos por el efecto que pudiese tener la mascletá sobre la abundante fauna que rodea el Puente del Rey, pues sabido es que el caudaloso Manzanares genera un riquísimo hábitat natural a su paso por la capital. Estamos ante un cauce digno del parque Yellowstone, por el que remontan los salmones, donde retozan las juguetonas nutrias, donde en primavera se pescan lampreas y donde hay más truchas salvajes que en el Eo. Amén, por supuesto, de un sinfín de aves valiosísimas (probablemente el pájaro dodo, que se cree que se extinguió en 1690, perviva agazapado en algún recodo ignoto de la jungla biodiversa de Madrid Río).
Más Madrid, el partido de la pundonorosa Mónica García, convirtió a un pato supuestamente asesinado por la pólvora de la derecha en símbolo del atentado contra la naturaleza perpetrado por el fallero alcalde Almeida. Pero el pato, ay, les salió rana. Resultó ser de la 'fachosfera'. Cuando Más Madrid lo había convertido ya en icono tuitero del vil ataque petardista, resulta que un viandante aportó pruebas de que el palmípedo ya estaba fiambre antes del comienzo de las explosiones (quién sabe, tal vez era un pato del PSOE y le había dado una angina de pecho siguiendo la noche electoral gallega…). En resumen, notable eco-ridículo de nuestra animosa eco-izquierda.
Pero la historia tiene su pequeña moraleja. En España empieza a haber gente «comprometida» a la que preocupan más el inminente apocalipsis climático y los bichos que el bienestar de las personas. Vivimos en un país donde las guarderías se van achicando, porque cada vez hay menos chavales, mientras proliferan las peluquerías caninas y gatunas y las tiendas de chuches y abalorios para las mascotas. Vivimos en un país donde hay tres millones de perros más que de niños menores de catorce años; donde recogemos los excrementos caninos encantados de la vida, pero ni miramos al ser humano sin techo que vegeta tirado en esa misma acera. Tenemos a una extrema izquierda que se estremece por el pato de la mascletá al tiempo que anima a sacrificar a casi cien mil nasciturus cada año y lo celebra como una fiesta de los «derechos».
Los perros son unos benditos y hacen muchísima compañía. Pero de lo sublime a lo ridículo a veces solo media un paso. O unas plumas de pato.