No te preocupes
Todas las historias tristes tienen sus anécdotas divertidas
El 23 de febrero de 1981 se debatía y votaba en el Congreso de los Diputados la investidura como presidente del Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo. Adolfo Suárez había dimitido pocas semanas atrás. España penaba sus peores años de plomo con el terrorismo de la ETA. El Rey Don Juan Carlos y la Reina Doña Sofía habían soportado en Guernica la encerrona grosera de los representantes parlamentarios vascos del terrorismo. Todas las mañanas, los españoles se encontraban en los titulares de la prensa la noticia de un nuevo crimen, con altos porcentajes de víctimas uniformadas. Militares, guardias civiles y policías nacionales. Cuando le correspondió el turno de voto al socialista Núñez Encabo, un grupo de guardias civiles al mando del teniente coronel Tejero irrumpió en el hemiciclo. Adolfo Suárez se incorporó de su escaño y el vicepresidente del Gobierno, el teniente general Gutiérrez Mellado, se puso en jarras y forcejeó con dos guardias civiles, que no consiguieron derribarlo. Confusión absoluta. Se le atribuyó desde el principio la máxima responsabilidad del golpe de Estado al capitán general de Valencia, el teniente general Milans del Bosch y Ussía, primo hermano de mi padre, un gran militar que previamente había sido engañado por un compañero de armas muy cercano a La Zarzuela. Para mí, su participación me produjo una abrumadora tristeza, por el gran afecto y respeto que sentía –y siento– por su persona. Milans del Bosch y Tejero se negaron a solicitar el indulto, asumieron su responsabilidad y pasaron una decena de años en prisiones militares. Cuando fue puesto en libertad, tuve con él una larga conversación. Me dijo que después de diez años de cárcel, se había dado cuenta del ruido que hacíamos los españoles al hablar, del asombro que le produjo el horizonte y que después de su última conversación telefónica con el Rey, durante la cual Don Juan Carlos le ordenó que devolviera a sus cuarteles a los efectivos militares desplegados en la región militar bajo su mando, obedeció las órdenes del Rey inmediatamente. «Sacar los tanques es muy sencillo para un capitán general. Lo difícil es meterlos de nuevo en sus dependencias. Y es lo que hice».
Se les llamó «asesinos» cuando nadie sufrió ningún atentado físico. Asumieron todos, menos tres, sus condenas y responsabilidades. Perdieron sus honores militares y su uniforme. Un comandante de la División Acorazada, Ricardo Pardo Zancada, que se había comprometido a secundar la acción, se presentó con una compañía de la Policía Militar en el Congreso cuando todo estaba perdido para sus ocupantes. También fue llamado «asesino» por Fernando Díaz Plaja en una tertulia de Luis Del Olmo. Salí en su defensa porque Pardo Zancada no había matado a nadie. Aquel golpe de Estado, desafortunadísimo y a todas luces condenable, triunfó en un aspecto. Los principales partidos políticos –con la excepción de Herri Batasuna– acudieron a la llamada del Rey y acordaron unirse para salvar el sistema democrático, incluido el PCE de Santiago Carrillo. Y Leopoldo Calvo-Sotelo fue investido presidente del Gobierno. Leopoldo Calvo-Sotelo apenas se mantuvo un año al frente del Ejecutivo. Era, en mi opinión, consciente de la situación. Culto, irónico, gran señor y notable pianista. En 1982, arrasó el PSOE de Felipe González en las elecciones, un PSOE con un Gobierno preparado y que en nada se parece al depauperado y antidemocrático PSOE de la actualidad, que gobierna en España con la única finalidad de destrozarla. Pero todas las historias tristes tienen sus anécdotas divertidas.
Pilar Ibáñez-Martín, esposa de Leopoldo Calvo-Sotelo, no asistió el 23 de febrero a la sesión de investidura de su marido. Sí lo hizo una íntima amiga. Esperanza Fagalde Luca de Tena. Los Fagalde eran accionistas de Prensa Española –ABC–, y primos hermanos de Torcuato y Guillermo, el viejo y querido «Patrón». Cuando se produjo la entrada del teniente coronel Tejero y sus hombres en el Congreso, después del tiroteo al techo del hemiciclo, Esperanza Fagalde bajó a toda prisa por la escalera de los palcos para invitados, se cruzó con un grupo de guardias civiles, y abandonó el recinto del Congreso por la puerta trasera que da a la calle Fernanflor. Allí encontró una cabina telefónica, y llamó a Pilar Ibáñez-Martín para darle información de los hechos y tranquilizarla. «Pilar, no te preocupes. Leopoldo está bien. Ha sonado algún tiro en el Congreso. Pero insisto, no te preocupes, porque inmediatamente, en menos de un minuto, ha llegado la Guardia Civil».
Pequeña historia sonriente de una jornada que paralizó a España.
Como la fuga de la canoa que partió del muelle de San Sebastián con el portero –ya batasuno– José Ángel Iríbar a bordo, rumbo a Hendaya, y fue interceptada por una patrullera de la Armada. Todos los que huían levantaron sus brazos, en signo de rendición. El comandante de la patrullera les tranquilizó. «No teman nada. Les enviábamos señales porque navegan ustedes a pocos metros de la costa, y temíamos que naufragaran».
Detalles, cosas y hechos para, al cabo de los años, sonreír. Aquella España supo unirse. La de hoy, está quebrada.