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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

El otro problema catalán

El nacionalismo es, en su esencia, narcisismo, una patología mental y moral y un extravío de la inteligencia

Antes que un problema de España, el problema catalán es un problema interno de Cataluña. No es tanto un factor derivado de la crisis española de la segunda mitad del XIX, sino en buena medida contribuyente a ella. El separatismo es más la consecuencia de la crisis catalana que su causa. Es un síntoma grave, pero superficial. La causa es, como casi siempre, mucho más honda que el ámbito en el que se agitan las disputas políticas.

Existe una sensación general de decadencia. La vitalidad ha descendido en las últimas décadas. Su nivel era hace cincuenta años superior al del conjunto de España. Hoy no lo es, o solo en una muy pequeña parte. Ante la crisis española del XIX, Cataluña habría tenido al menos dos opciones: encabezar la regeneración de España (y alguno de sus hombres mejores así lo intentó) o separarse como si la cosa no fuera con ellos, sino con los decadentes españoles. Gran parte de los catalanes, acaso no la mayoría, optó por lo peor, por lo segundo. Surgió el separatismo catalán, que no existía sino si acaso muy minoritariamente. La propaganda falaz se propagó.

La sociedad catalana se encuentra políticamente dividida. En primer lugar, entre los separatistas y quienes no lo son. Pero dentro de los primeros, la división entre derecha e izquierda es radical e impregnada de odio. Falta la concordia básica. No creo que más de la mitad de los catalanes sean independentistas. El resto de España no debería ni fomentar la «catalanofobia» ni abandonar a esa mitad de catalanes que quieren permanecer unidos a España, aunque de diferentes maneras. Es ese modelo de confrontación el que se está pretendiendo imponer en toda España con la alianza del Frente popular con el separatismo y el muro levantado contra, al menos, media España. Y si España es plural, igual o más lo es Cataluña. Ningún grupo o partido puede hablar sin más en nombre de Cataluña. Y si se trata de autodeterminarse que lo hagan también, por ejemplo, Lérida, Tarragona o Badalona.

La solución es extremadamente difícil, pues es casi imposible encontrar un equilibrio entre secesionistas y unionistas. No hay término medio. Y un inconstitucional referéndum de autodeterminación no solo no resuelve el problema, sino que lo perpetua. No hay que cansarse de argumentar contra el nacionalismo, una de las dos mayores plagas del siglo XX. Quien tanto insiste en su identidad y peculiaridad es muy probablemente porque desconfía de poseerlas. La diferencia entre un gallego y un catalán se difumina si se considera China o el África subsahariana. La afirmación de la propia superioridad suele, con frecuencia, ser síntoma de una latente conciencia de inferioridad. El nacionalismo es, en su esencia, narcisismo, una patología mental y moral y un extravío de la inteligencia.

Las dificultades son inmensas. Pueden leerse los textos de Ortega y Azaña y su polémica en las Cortes constituyentes de la República durante la tramitación del Estatuto de Cataluña. Solo cabe esperar, ojalá no sea en vano, que la mayoría de los catalanes constaten que lo mejor es la continuación de la unidad secular con el resto de España y abandonar esa absurda vocación «colonial» de los separatistas, que pretende hacer de Cataluña un pueblo secularmente oprimido y, por ello, débil e invertebrado.

En octubre de 1906 viajó Unamuno a Cataluña. La decepción fue extrema. Entabló una intensa amistad con Joan Maragall. En carta a su amigo Luis de Zulueta escribe: «Mantengo una viva correspondencia con Maragall, el solitario de San Gervasio. ¡Qué hombre! No sé cómo puede vivir allí, entre tanto bullanguero melenudo y tanto fonógrafo de novedades ultrapirenaicas. De él y de Miró es de quien más me acuerdo. Lo demás… fachada según el modelo mundial». Además, les reprocha que «no toleran la contradicción, y al que no les dice lo que querían que se les dijese lo declaran memo o poco menos». Y a su amigo Jiménez Ilundáin: «Y luego esto de España me apena cada vez más. La avenida de la ramplonería y la cuquería sube. Voy creyendo que no nos queda sino emigrar a América. Barcelona fue mi último desencanto. Volví de allí triste. Aquello es Tarascón. Fachada y fachada. Tienen bandera e himno, sólo les falta un aniversario y desfilar en él con sus banderas, cantando Els segadors y lanzando vivas que no resucitan a nadie, en correcta formación, como bomberos». Aquí se encuentra la raíz del otro problema catalán, del verdadero.