Ábalos y Sánchez, uña y carne
Los marrones de Koldo eran los marrones de Ábalos, y los marrones de Ábalos eran los marrones de Sánchez
Conocí hace algunos años a José Luis Ábalos. Era ya el escudero de Pedro, un soldado raso que terminó en general, cuando Pedro era un apestado en el PSOE. Recuerdo que el risueño diputado valenciano intentó convencerme de que a Sánchez solo le quedaba mantenerse en el «no» a la investidura de Mariano Rajoy para conquistar el voto de la militancia socialista. «Sumarse a la socialdemocracia de los consensos con el PP es un error que llevaría a la irrelevancia al PSOE». Entonces, me sonó exótico este argumento, pues yo solo conocía un socialismo español, el de Felipe González y, en menor medida, el de Rodríguez Zapatero, que convivían con una idea de España en la que los dos partidos se respetaban –con ZP ya muy poco– por ser de Estado.
Aquella conversación la entendí al correr de los años. Ábalos fue el ideólogo del sanchismo en la búsqueda de un régimen que eliminara los vasos comunicantes entre PSOE y PP y creciera sobre la aniquilación de la derecha. Es decir, la ideología sería una: que no gobernara –nunca, jamás– ningún partido de derechas. Para ello, Ábalos ya teorizó sobre la necesidad de que los socialistas conectaran con los partidos nacionalistas y separatistas en la vieja creencia de que a unos y a otros los unía el pegamento de autoproclamarse represaliados del franquismo.
De ahí que, según sus palabras, el PSOE renunciaría a su dimensión de partido de grandes mayorías para acercarse a un modelo que englobara a minorías disolventes, cuya suma fuera suficiente para investir a un presidente. Es decir, como recordaba Alfonso Guerra hace unos días, el socialismo español renunció a ganar las elecciones a cambio de gobernar: ganar en las urnas ya no es importante, lo trascendental es gobernar como sea, aunque el monstruo que se conforme sea una suerte de Frankenstein, como bautizó a ese engendro otro socialista del pasado, Pérez Rubalcaba. La cara B de esa estrategia sería engordar a los partidos separatistas y que terminaran siendo ellos los que mandaran en la ecuación, y no el PSOE. Eso ha pasado ya con el BNG recientemente, antes con ERC y quién sabe si el 21 de abril con los proetarras de Bildu. En el pecado llevan la penitencia los socialistas.
Ábalos defendió, sin reconocerlo, una suerte de nuevo régimen en el que se eliminara para siempre la alternancia, es decir, se pusieran los mimbres de una autocracia. En ese nuevo sistema político, dirigentes como él tendrían el camino expedito para poner a su servicio los instrumentos del Estado sin demasiados contrapesos para evitarlo. Él ha sido, por lo leído en el sumario que instruye la Audiencia Nacional, uno de sus beneficiarios, ante los ojos conniventes de su jefe, al que él ayudó a reconquistar el poder en Ferraz e iniciar el camino que nos ha llevado hasta aquí. Ambos escalaron juntos. Queda saber si también en la mangancia.
Con la puerta de par en par para que se largue, el exministro y exsecretario de Organización del PSOE va a tener mucho tiempo para pensar en ese edificio que ayudó a construir y que amenaza hoy ruina total, tras la semana horribilis de las elecciones gallegas y el Koldogate. El miércoles le esperaba presidir la comisión de Interior y corrupción del Congreso. Tiene guasa el calendario. Nadie puede creerse que la mano derecha del presidente pudiera facilitar los pingües negocios con las mascarillas de su asesor, haciendo uso de su omnipotente posición, y que el amigo de los tiempos difíciles, el jefe al que acompañó en la dura travesía del desierto tras la defenestración de 2016, no supiera nada de lo que hacían Ábalos y Koldo, hermanos gemelos separados al nacer y unidos en el sanchismo. Los marrones de Koldo eran los marrones de Ábalos, y los marrones de Ábalos eran los marrones de Sánchez. Caiga quien caiga, como diría el presidente.