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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Mientras España se moría y arruinaba, ellos hacían el negocio del siglo

La trama de las mascarillas es peor que los ERE andaluces y obliga al propio Pedro Sánchez a demostrar que él no es culpable

Sánchez ha presumido de su ejemplaridad y de la de su Gobierno en una reunión de socialistas, con el mismo aprecio por los hechos y la misma réplica crítica que tendrían Putin en Rusia o Kim Jong Un en Corea del Norte.

La evidencia de que, mientras él encerraba a España con un Estado de Alarma inconstitucional, el custodio de sus avales en el PSOE se forraba vendiéndole mascarillas a su propio Gobierno, ha tenido así como única reacción un canto a su propia decencia, que considera intachable e inaccesible para el resto.

Es decir: hay que confiar en Pedro porque lo dice Pedro, y esperar que su palabra sea suficiente para aclarar el caso de corrupción más repugnante de la historia, por encima incluso del de los ERE: éste se tramó con el dinero de los parados, lo que parecía insuperable hasta que hemos descubierto otro peor, a costa de los cadáveres apilados en las morgues colapsadas de virus y lágrimas.

Hacer fortuna con contratos públicos no es novedoso, pero hacerlo con los ciudadanos confinados en sus casas, las empresas cerradas a la fuerza, las UCIS sin respiradores, las farmacias sin mascarillas y todo el mundo temiendo morirse es a la corrupción lo que Beethoven a la música: el clímax de la podredumbre, el Himalaya del asco y el Plutón de la desvergüenza.

Y todo eso no pudo hacerlo un portero de prostíbulo sin beneficiar de una forma u otra al propio prostíbulo, cuya propiedad solo puede ser del PSOE. Porque él pedía, pero otros concedían. En concreto, que se sepa ya, los ministros de Sanidad y del Interior, Illa y Marlaska; y los presidentes de las Baleares y de Canarias, Armengol y Torres.

La ejemplaridad de Sánchez, que se mide en realidad por la falta absoluta de ella recogida en cientos de resoluciones incumplidas del Consejo de Transparencia instándole a aclarar la vidorra que se pega en el Falcon y en palacios del Estado y el ejército de asesores a dedo que trabajan para eternizarle a costa del erario; no basta para despejar las sospechas que recaen sobre él mismo y su organización.

Porque si la lógica más elemental sugiere que Koldo no pudo actuar sin Ábalos, también indica que Illa o Marlaska no lo hicieron sin el conocimiento de Sánchez.

El secretario general no se tiene que hacer el ofendido, sino sentirse señalado por un caso que en el mejor de los casos demuestra la existencia de una red de socialistas enriqueciéndose con la muerte y el pánico de los españoles. Y en el peor, una trama para favorecer al conjunto del partido que él encabeza.

Acusar a Sánchez a estas alturas es precipitado, pero mucho menos que indultarle: aunque se crea un titán contra la corrupción, es el tipo que ha derogado la malversación, gestiona los indultos de Chaves y de Griñán, tenía a Koldo de perrito de presa en el PSOE, renovó a Ábalos como diputado, derrocha millones en su bienestar político y personal, fichó para el Congreso al Tito Berni, permitió por acción u omisión que sus amigos se forraran con las mascarillas; designó candidato a la Generalitat catalana al ministro sospecho y ascendió a los dos presidentes más generosos con la trama choriza y putera.

La ejemplaridad de Sánchez ya se resumía en su negocio mafioso con un prófugo, un golpista y un terrorista para que le hicieran presidente. Ahora, además, se completa con la constatación de que confió sus credenciales para asaltar el PSOE al gorila de un puticlub y le dejó luego hincharse a ganar dinero con contratos firmados por sus subordinados en el Gobierno.

Con los tanatorios hasta la bandera.

Sánchez tiene de ejemplar lo que Koldo, Ábalos, Chaves, Griñán o Roldán de voluntarios de una ONG y no le llega ya con homenajear a su inexistente probidad: tiene que demostrar que no es culpable. Si puede.