La oquedad
De haber asistido a su intervención algún periodista americano, y le hubiera repreguntado acerca de los algoritmos, el periodista habría comprendido al instante los cero escaños obtenidos por la oquedad en Galicia
No me parece cortés ni sensible aplicar a Yolanda Díaz la inmortal descripción que Arthur Baer dedicó a su amigo Spencer Harvey-Parva: «Nació tonto y ha tenido una recaída». Para celebrar su triunfo de cero escaños en las elecciones de Galicia, Yolanda Díaz ha viajado a los Estados Unidos a cumplir su compromiso con la nada. Y allí ha confirmado la importancia de su preocupación por los algoritmos, la algoritmia y lo algorítmico. La mujer que se sentaba a su lado durante su gloriosa intervención no sabía dónde meterse durante la parrafada de la oquedad de Fene. Permanecerá cuatro días en los Estados Unidos con los algoritmos como excusa. Lo que realmente le sucede es que no sabe cómo explicar al bondadoso periodismo español su éxito de cero escaños en Galicia, que ha servido simultáneamente para cepillarse la andadura en la política de su principal víctima, Marta Lois, que al menos ha demostrado dignidad anunciando su abandono de la política y su retorno al magisterio. A Yolanda Díaz le ocurre lo que a Mary Flower Smith, según Nathalie Barney. «De lejos, muy de lejos, parece una mujer más o menos del montón. Pero de cerca, muy de cerca, lo más saludable es retornar al punto de partida y seguirla de nuevo de lejos, muy de lejos».
Yolanda Díaz, ora en Fene, ora en Madrid, ora en la Santa Sede, ora en Nueva York, es el prototipo de la oquedad. Lo más divertido en ella es la persistencia en su error. Todavía, a pesar de las malas experiencias, sigue convencida de su valía como política y parlamentaria. Aparentemente es cariñosa y besucona, pero no hay que olvidar la ajustada máxima de Henry Louis Mencken, el ácido ensayista: «Populista es aquella persona que predica ideas que sabe falsas entre personas que sabe idiotas». Pero cuando acierta plenamente es en su visión del abrazo y los besuqueos:
«Cuando las mujeres se besan siempre recuerdan a los boxeadores profesionales cuando se estrechan las manos».
Cuando se obtienen en unas elecciones cero escaños, no resulta tan difícil explicarlo ante los periodistas. «He fracasado. Y lamento haber terminado con la carrera política de Marta Lois. De igual modo, deploro lo poco que me quieren en mi pueblo, después de llevar años y años besando a mis paisanos». Pero no. La oquedad se fugó a los Estados Unidos a soltar el tostón de los algoritmos, porque Yolanda Díaz es prepotente y vanidosa. No admite errores. Y haciendo uso de mi libertad de opinión, creo que su aspecto ha cambiado pero no su alforja de odio acumulado con los años. Es fácil cambiar de aspecto cuando la estética no agobia al propio bolsillo. Sucede que, dentro de lo que cabe, era una mujer más atractiva –siempre sometida a la medida, claro– cuando se vestía con unos vaqueros y una camiseta del Che, y lucía su espesa melena morenaza, que de rubia de bote y carísimos modelos de las firmas más exclusivas. En la primera Yolanda había algo auténtico, y en la segunda, todo es oquedad y mala interpretación. En los Estados Unidos ha hablado de los algoritmos como si lo hiciera de las alcachofas. De haber asistido a su intervención algún periodista americano –el interés que despertó su convocatoria fue muy descriptible–, y le hubiera repreguntado acerca de los algoritmos, el periodista habría comprendido al instante los cero escaños obtenidos por la oquedad en Galicia. Pero todos eran amigos de las subvenciones, y no entraron en detalles.
A mí, como español, me avergonzó su desprecio por la síntesis y la inteligencia. Se trabuca y extiende como los siete pelos que cubren la calva de Anasagasti. Y lógicamente, calculé lo que nos ha costado a los españoles el viaje de huida de la oquedad a los Estados Unidos para hablar de algoritmos y no de Galicia.
Y el cálculo me concedió un resultado final.
Nos ha costado un huevo.