Sánchez, el mayor corrupto de la historia
El líder del PSOE es la corrupción personificada: no es un caso, es un sistema.
El debate sobre cuánta responsabilidad o conocimiento tiene Pedro Sánchez sobre el penúltimo caso de corrupción en su Gobierno, el del cártel de las mascarillas, es ocioso: todo en él, desde que saltó y asaltó su partido y el poder, es corrupto.
Sánchez es la corrupción, en todos los órdenes, en la definición clásica de Steinbeck: «El miedo a perder el poder corrompe». Y también el deseo enfermizo a lograrlo, que equipara al sociópata en cuestión con el célebre Gollum de Tolkien.
Su conquista del PSOE ya fue corrupta, en términos morales: vendió la idea de que todos sus compañeros se habían vendido a Rajoy, cuando en realidad pretendían evitar que un perdedor endémico se entregara al nacionalpopulismo de Bildu, Podemos o Junts y apuñalara vilmente la idea constitucional de España, defendida por los socialistas desde 1978 de manera razonablemente constante.
También fue corrupta su llegada a la Moncloa, derivada de la corrupción germinal en su partido: acababa de perder de paliza sus segundas elecciones generales en seis meses y, para evitar que el propio PSOE lo ajusticiara definitivamente, resucitó la idea de compensar el desprecio de los votantes con un negocio mafioso con los enemigos de España.
La primera corrupción es, pues, la de los principios, sacrificados siempre en su caso en ese dogma impúdico que antepone los fines a los medios y provoca que los segundos sean perversos y los primeros se diluyan. Sánchez es la codicia ciega, sin otra misión que un extraño beneficio propio, consistente en amasar un poder inútil y destructivo, pero al parecer muy erótico.
También se corrompió, ya del todo, al aceptar deberle la Presidencia a un prófugo, un golpista y un terrorista que, a cambio, le exigían conculcar la primera obligación innegociable de un presidente decente: respetar y hacer respetar la Constitución, incompatible con las aspiraciones de sus acreedores, habilitados para aumentar su escalada delictiva por la complicidad infame de su teórico carcelero.
No hay diferencia entre intercambiar un maletín repleto de dinero por una recalificación urbanística e irse a Suiza con un alijo de amnistía e impunidad para volverse con una maleta llena de investidura, un cargamento que no traspasaría las aduanas constitucionales en cualquier país distinto a Corea del Norte.
Que ahora además le pillen con el maletero lleno de billetes y mascarillas, Ábalos al volante y Koldo de copiloto con gafas negras, es perfectamente coherente con el inicio de su ruta y las paradas intermedias. Nadie se salva de sí mismo y de su pasado, y el de Sánchez le ha venido a ver en febrero como el fantasma de míster Scrooge en Navidad.
Ahora podrán contar una milonga, que la Selección Nacional de Opinión Sincronizada y la Brigada Pumpido de la Justicia tal vez incluso logren apañar, pero la posteridad dejará a Sánchez como el tipo más corrupto de la historia de España: él se cree Adenauer y Kennedy Juntos, pero siempre le pillan con un voto, un decreto, y una mascarilla escondida en el recto, como un vulgar traficante de apaños y trampas.